por Jorge Eulalio Hernández
Desde aquél lado, crecer parecía sencillo. La gran diferencia era que seríamos más altos, más fuertes, tendríamos trabajo y podríamos darle órdenes a los niños. Podríamos tomar cerveza sin la mirada vigilante de alguien mayor y la comida chatarra —que entonces conocíamos solamente como “comida” — sería nuestro único alimento. Para cuando un bigote dividiera nuestra boca de la nariz, eso de los regaños y los castigos habría quedado atrás, y ya ensayabamos castigando las faltas de nuestros hipotéticos hijos: muñecas, tamagochis o el pobre perro en turno.
Contábamos con fuentes de placer inagotables. El joven de la cooperativa (por cierto, un muy extraño nombre para la tiendita donde compras la comida en la escuela) nos fiaba las sopas instantáneas en vasos de unicel, que devorábamos con fruición a pesar de los constantes rumores de que permanecen adheridas a nuestro estómago durante meses; una dulce modificación de nuestra carita de yonofuí podía conseguir que nuestra madre olvidara aquél 5 en Ciencias Sociales, que se transformaba en un brillante 9 y una notita de “¡Muy Bien!” —con la caligrafía que solamente tenían los adultos de aquella época— por haber coloreado exitosamente la caricatura del Hemiciclo a Juarez en la primera hoja del cuaderno a rayas, 100 hojas (de la 60 a la 80 eran dibujos, de la 80 en adelante eran las víctimas del “van a arrancar una hoja de su cuaderno y…” y de los “préstame una hoja” del haragán de al lado)…
Yo solía visitar a mi abuelo cuando salía de la escuela. Aunque estaba dormido, oía mis últimos pasos antes de estar junto a él y actuaba como si su sueño fuera falso. Me “espantaba” mientras sonreía, y aquello era el espanto más dulce del mundo. “Eres su consentido. A nadie le aguanta esas cosas”, me decían. Yo siempre me pregunté qué era aquello que mi abuelo “me aguantaba”. Un día, aún con la muy fresca emoción del mundial de fútbol en el cual Zidane se proclamaba uno de los mejores de todos los tiempos, mis papás llegaron tarde a casa. Dos semanas después, el negro de su ropa habría cobrado sentido ante la noticia de que mis visitas después de la escuela serían a una cama vacía. La siguiente ocasión que visité esa casa, un verdadero horror me invadía por que, esta vez, con mi abuelo transformado en fantasma, el espanto sería verdadero.
Y entonces, aún desde aquél extremo, crecer comenzó a verse más complicado. Alguien, en algún lugar, presionó un botón y activó un dolor que superaba los raspones de rodilla, las caídas del columpio y los cinturonazos victorianos. El encuentro con la muerte y los precios del amor se manifestaron como una enfermedad que, hasta entonces asintomática, había decidido recuperar el tiempo de espera. Los amigos comenzaron a irse por razones muy creativas: uno se fue a vivir a Canadá porque allá no asaltan, el otro decidió cambiarse de escuela y desapareció para siempre, otro le iba al América (concluyó en que le caían mejor los que simpatizaban con su equipo) y el otro se enojó porque “cambiaste”; y éste último, aquél imbécil sensible que insinuaba que estabas como poseído por otra persona, resultaba tener la razón.
“¿Qué pensaría ese niño de ti?” te preguntan esas personas melosas cuando te quieren sacudir para que persigas aquello que tanto anhelas “¿Qué crees que pensaría de la persona en la que se convirtió?”. Entonces, después de numerosos planteamientos similares, me propuse a visitar a aquél niño y, después de una corta búsqueda, resultó vivir muy cerca de mi casa. Verlo después de tantos años fue como hacerlo por primera vez: después de todo, la última vez que lo vi fue en el espejo.
Comencé a frecuentarlo y nos llevábamos muy bien. Entendía cosas que poca gente entiende ahora y se reía de los chistes más simples. Esta conversación duró muchos años. Me recordó lo que le interesaba y apasionaba, lo importante que era Mamá y lo feliz que lo hacía comer enchiladas suizas. Sin embargo, nuestra relación comenzó a decaer en cuanto le empecé a contar sobre mi. Cada vez que lo visitaba, había un reclamo sobre alguna decisión profesional, amistosa, amorosa…
La última ocasión que lo vi, el chico respetó la tradición:
— La última era bonita. No entiendo por qué terminaste con ella… — se picaba la nariz y se las arreglaba para darme una que otra mirada que, en su lenguaje infantil, traduje como amenazante — …además estás gordo y feo.
— Nos hacíamos mucho daño. A veces hay que renunciar a las cosas, aunque creas que te gustan mucho y te hacen feliz — no pude distinguir si él sabía lo que sentía, sin embargo su presencia sí me inquietaba.
— Gordo y feo.
Aquella conversación no fue muy productiva, pero me quedó muy en claro que aquél niño, después de tantos años, seguía decepcionado de mi. Tomé mi chamarra, que había dejado en el piso, junto a un control de Nintendo 64, me di la vuelta y abrí la puerta. Fue entonces cuando, acompañada de un sollozo violento, su mano me detuvo.
— ¡A mí también me duele lo que a ti te duele!
Al final de aquella frase, que había oído en numerosas ocasiones, aquel niño estaba llorando (tampoco era algo nuevo). Sus lágrimas salían a borbotones y su saliva se había convertido en una especie de miel. Ya no me daban ganas de consolarlo ni hacerlo sentir mejor. Aquel gordito simpático se había convertido, con los años, en una insaciable bestia cuyo llanto me parecía repugnante. Sin embargo, la demoníaca criatura decidió abrirse un espacio de claridad para decirme una frase que cambiaría todo.
— Tú solo piensas en ti. Eres malo y te odio.
El llanto se intensificó y las lágrimas y mocos comenzaron a ganarle terreno a su rostro. Yo pensé que exageraba, como lo hacen los niños en el supermercado o en las salas de espera de los aeropuertos internacionales, pero esto era diferente…
tic, toc, tic , toc…
El silencio en aquél cuarto era una delicia. Los restos del llanto se deslizaban sobre las paredes, como una cascada lisa de sonido apagado. Cuando la habitación por fin quedó en un perfecto estado de equilibrio, descubrí que el papel tapiz, húmedo de lágrimas, escondía una habitación que contenía a la primera.
Arranqué la última escama con el meñique y el pulgar, caminé hacia el centro de aquel espacio y me encontré en casa: Unos libreros recubren tres paredes y ,sobre un escritorio, se encuentran un reloj (de esos cuya maquinaria es visible), una cámara fotográfica y una pluma fuente con un adorno en forma de león. Muchos juguetes se asoman desde los libreros, pero no parecen ser de aquel niño, quien no responde a mis tres llamados.
“Habrá que ir por tinta y papel” pienso, tengo que escribir lo que acaba de suceder. Me pongo la chamarra de cuero, me doy la vuelta y abro la puerta. No hay una pequeña mano que me detenga.
Escritor e Ilustrador mexicano. Apasionado del arte y el psicoanálisis, es el Director y Editor general de Pluma Forte.
Ha colaborado en medios impresos como Consultoría (CNEC), Fortune, Expansión (RevistaObras), así como radio y televisión en Grupo Fórmula. Fue locutor titular de «Culto a la Cultura» (ADR Networks). Está certificado como Health & Wellness Coach (AFPA) y tiene un proyecto de consultoría en salud y bienestar.
Por su trabajo como ilustrador, fue incluído en el libro «Pictoria Vol.3: The Best Contemporary Illustrators Worldwide» (Capsules, 2019), trabaja de manera continua en su obra creativa y actualmente prepara su primer libro, una colección de cuentos.