Quizá Los Libros Nos Eligen…

Por Fernando Hoppenstedt.

“Los libros son espejos: sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro”. – La Sombra del Viento. Carlos Ruíz Zafón.

¿Realmente escoge uno qué leer? ¿Es, comprar un libro, una acción enteramente voluntaria y consciente? ¿A caso somos nosotros los que decidimos el tipo de literatura con la cuál nutrir a nuestro ser? ¿Ó, es completamente al revés?

La respuesta parece obvia y esta pregunta, hasta ridícula te ha de sonar. Podría afirmar que son muchos los que ni siquiera se han detenido a considerar tal interrogante. La razón de plantear esto es, lejos de juzgar, invitar a hacer una reflexión que considero importante y es que, hasta hace poco, yo también ignoraba dicha cuestión, sin embargo, la reciente anécdota que a continuación te compartiré, me hizo repensar que podría ser completamente al revés y que en muchos casos, sin darnos cuenta, es la obra particular la que nos escoge.

Fue hace un par de meses, en una típica visita dominical al centro histórico de la CDMX. No recuerdo bien si fue el impetuoso calor o el desquiciado tráfico en la calle de Justo Sierra, sobre la cuál yo venía caminando, que me llevaron a querer buscar resguardo de las calles. Mientras andaba y ponderaba la situación, me encontré a las puertas de la librería Porrúa ubicada en la calle que recién he mencionado. Sin vacilar, entré.

El alivio que sentí fue casi instantáneo, sin embargo, una vez adentro, entró en mi cabeza, casi a hurtadillas, la idea de hacerme de un nuevo libro. Una vez disipado el aturdimiento provocado por el bochorno y la estridencia de las calles, me acerqué al mostrador para solicitar la asistencia de uno de los encargados.

Me soltó una mirada que, diría yo, oscilaba entre el interrogatorio, el asombro y la incredulidad cuando le pregunté si tenía copias en existencia de “Viaje al Fin de la Noche” por Ferdinand Céline. Atribuí dicha reacción a la idea de que él conocía la novela.

Haré un breve regreso en el tiempo. Un par de noches antes, había tenido yo una insólita plática con un escritor y amigo en la cuál, expresó que la esencia de los personajes de sus novelas y las novelas en sí, se caracterizaban por sentimientos de miedo, ironía, enojo, violencia, y amargura, entre otros elementos de oscura índole que eran el fruto y réplica de la percepción agobiante que él, después manifestó tener respecto a algunos ámbitos de su vida diaria. Me intrigó la capacidad de este viejo compañero de lograr una construcción literaria a partir de la profunda introspección de aquellos “oscuros” elementos presentes en su alma y mente y, lejos de asustarme, me conmovió.

Momentos antes de concluir la charla, me instó a leer la novela de Céline, recalcando la importancia que ésta había tenido en mi amigo, por la vividez con la que, según él, representa algunos de los sentimientos, que recién he mencionado, los cuales habían sembrado tanto en este pseudo escritor como en mí, una intriga difícil de ignorar.

– No lo tengo, joven—contestó— No es una novela fácil de conseguir.

Creció dentro de mí una breve sensación de decepción al escuchar esas palabras. Una parte interior había dado por hecho que lo tendría y mis expectativas ya me habían permitido saborearlo.

– Es una lástima.—dije con un bajo tono.— Me la han recomendado ampliamente.

De nuevo noté cómo me examinaba cuidadosamente con esa mirada.

– Yo mismo la he buscado por un buen rato ya y no la he conseguido. Es bastante severa, en caso de que no lo sepas.

– Precisamente por eso ando tras de ella.

– Mmm. Ya veo.

Fue un momento interesante: nos quedamos en silencio, saboreando, por un instante, la frustración y molestia que a ambos nos traía el no poder dar con dicho libro. Después de unos momentos, regresó a sí.

-¿Algún otro título con el que te pueda ayudar?

-Ninguno en especial- respondí.

Estaba a punto de desearle un buen día, agradecerle por su ayuda y salir de la librería cuando de manera casi involuntaria, le pregunté, con el tono más casual que me fue posible adoptar.

—Sé que esto sonará un poco extraño pero, estoy en busca de un texto, novela preferentemente, en la que pueda explorar sensaciones de tristeza, nostalgia, o melancolía. Realmente no tengo nada en mente.

Suspendió la mirada, como para pensar por un segundo y se volvió a la computadora. Fue ahí cuando empezó a buscar entre numerosos autores. Por sorpresa para mí, la petición que le hice no le resultó extraña o desconcertante, creo que fui yo quien se sorprendió al solicitarle un libro que ofreciera dichos tintes que podrían considerarse “negativos”, habiendo tantas otras cosas tan amenas para leer, podrían pensar algunos.

Ahora que reflexiono al respecto, noto que la intención de entender aquellos aspectos de la condición humana como los que he mencionado, surge de la incapacidad de explorarlos y describirlos desde uno mismo, muchas veces por falta de claridad mental en el asunto, poca experiencia en dicho campo o en el último de los casos, un profundo temor a interiorizar y tener que enfrentarlos.

Escucharme decirlo fue un tanto extraño aunque muy liberador. ¿Por qué leer sobre todo esto?¿Es normal que uno se sienta tan intrigado por semejantes cuestiones? ¿Qué espero de todo esto? Creo que es seguro decir que cualquier otra persona, cercana a mí, que me hubiese escuchado solicitar una novela con tales características, se habría sentido desconcertada o hasta preocupada. Pero en aquél momento, aquél tipo de la librería se había vuelto un temporal confidente y supe que, de todos los posibles momentos que tendría para rastrear y hacer frente a aquellos severos estados de ánimo, que al parecer anidaban en mi ser desde hace tiempo, no habría uno mejor que ese.

Examinó con detenimiento el catálogo y mencionó varios escritores y sus respectivas novelas, la mayoría de ellas, célebres y clásicas. De los nombres que se me quedaron, Dostoievsky fue el más prolifero de las recomendaciones y el hombre de Porrúa, cuyo nombre olvidé hace tiempo, habló puntualmente sobre la corriente de escritores rusos y que, podría ser esta, una buena opción para adentrarme en aquello que buscaba. “Las noches Blancas” del mismo Dostoievsky, si mal no recuerdo, fue, de todos los título por él mencionados, el que más me convenció.

Como te podrás imaginar, el tiempo en la librería ya había transcurrido notablemente, y lo que empezó como una entrada emergente para bloquear el estruendoso exterior, en todos sus sentidos, se había tornado en una búsqueda exhaustiva, surgida de la aparente necesidad de encontrar la respuesta de preguntas internas en páginas ajenas.

No pude sacudirme la idea de que muy en el fondo estaba cayendo en la dinámica de comprar por comprar y que cualquiera de los libros que recién me habían sido ofrecidos no eran algo que yo realmente necesitará en ese momento, o que, por más interesantes que fueran, no contenían lo que buscaba. Dado que en ese momento, ni siquiera yo sabía qué buscaba o esperaba encontrar, más fácil fue darme cuenta del intento de auto convencimiento que en el cuál estaba incurriendo.

Me resulta curioso pensar en ese vicioso juego de auto engaño al que tan fácil se entrega uno cuando desea comprar sus propias ilusiones con tal de no hacer frente a su realidad inevitable.

Le agradecí el tiempo que me había dedicado y fue en ese instante que le llamó la atención tener un libro peculiar y pequeño en algún lugar del inmueble. Ofreció traerlo para que lo viera, aunque en ese momento ya me encontraba yo un tanto escéptico ante cualquier opción, ya que más y más me entraba la idea de que el librero haría todo lo posible con tal de venderme algo. La idea me irritó, pues me habían abandonado por completo las intenciones de adquirir cualquier libro que fuera capaz de ofrecer.

Fue hasta que lo puso en mis manos. Un pequeño escrito de no más de 96 páginas, diminuto. La palabra Acantilado, extendida en la parte superior sobre una franja un intenso rojo. En la portada, dos personas, cuya vestimenta aludía a la primera veintena del siglo XX, ubicadas en lo que parece una estación de tren y perdidos en medio de una multitud. Viaje al pasado por Stefan Sweig.

Fue casi como si hubiera estado esperando el momento para hacer su aparición, confiado y seguro, esperando a que vacilara entre títulos y títulos, sabiendo que ninguno sería el esperado. Intrigado ya por la refinada estética de tan pequeño ejemplar, procedí inmediatamente a leer la contraportada y supe, antes de llegar al final, que era ésta la razón por la cuál había entrado a la librería aquella calurosa tarde de mayo.

Después de los eventos ocurridos en ese domingo, comenzó a rondar por mi cabeza una intrigante idea, la cual terminaría por consolidarse en la pregunta con la cuál di inicio a este artículo. Todos tenemos libros que nos han marcado de una u otra forma. (En mi caso, en esta anécdota, fue la novela corta de Sweig.) Muchas veces, los devoramos sin vivirlos o dejamos que queden en el olvido para nunca volver a saber de ellos, pero también hay libros que pueden llegar a cambiarnos la vida, y creo yo, que esto pasa cuando menos lo esperamos, lo que lo hace aún más especial.

Por historias como la que acabas de leer, puedo afirmar que cada día crece en mi, la convicción de que cada libro llega a nuestra vida en el momento indicado, y que, de alguna manera que no puedo explicar ahora, las páginas, como dice Ruíz Zafón, son un espejo.

Piensa, querido lector, si así lo deseas, si me crees aunque sea un poquito, cuál fue el último libro que te escogió a ti, seguro no lo sabías en ese momento, así como te aseguro que no sabes cuál es el siguiente que lo hará.