La Sinfonía

 

por Mario Arturo Robles

No se sabía con exactitud si era la primera vez que lo hacía, su última, su tercera, la más esperada, la única justificada, la más suculenta, su novena sinfonía, su séptimo arte o su rigurosa rutina… Tampoco se puede precisar cuántos años tenía, cómo lucía, dónde vivía, qué sexo tenía, su procedimiento, su oficio, sus estándares, lo que le provocaba furor y el desasosiego que lo motivaba a fluir como el aire entre los caserones de un extenso y arbolado campo de golf en las costas de Guerrero, México. Era la sombra de luz de luna, cuyo nombre, probablemente, nadie conocía, ni él mismo. Por el ominoso reflejo que vislumbraron los guardias aquella noche, como un halo, se sospecha que usaba lentes y se trataba de un hombre.

La marea, que se hacía notar por el rugido de las olas reventando el coral, le daba cautela a su silencioso reptar por el césped, que lo condujo metódicamente a su destino, su placebo, su altar, un templo de sanación y un gustoso adepto. Nadie forzó la cerradura, todas las ventanas estaban bloqueadas, el mármol y la alfombra no tenían rastro de huellas, y las cámaras de seguridad, sin corte de toma, captaron el pasar de insectos, pájaros, iguanas, mapaches y zarigüeyas, pero nada más que eso. Se inmiscuyó con la brisa que ondeaba los arbustos al compás del céfiro proveniente del Océano Pacífico; se deslizó por el filo de la puerta ladinamente; evadió el crujido de los pasos al quitarse los zapatos; se entretuvo observando cada una de las fotografías de la rústica estancia, en especial la del difunto señor Palacios; laureó su ritual con la afonía de la circunspección; esperó unos segundos con reloj en mano para acostumbrar las pupilas a la penumbra ,y subió descalzo al cuarto a manufacturar una tumba. Las sabanas de la recámara principal de la residencia número 18 se colorearon de sangre, la reciente soletera señora Palacios fue observada antes de ser brutalmente torturada. Absenta de morir al instante, habría de pasar una inoportuna velada con su misterioso acompañante.

Era perverso, aunque intrigante como un mago. Se movía perezoso, pero discreto como un gato. Abrió la puerta a la distancia, inspeccionó la alcoba con las manos y la reseñó con el olfato. Su seguridad mantenía el ritmo cardiaco bajo, el pulso vivaz, el placer en la membrana del estómago y el raciocinio en modo sonámbulo. Una súbita orden desató sus instintos maniacos… más, excitándose por el hedor de unos calzoncillos mojados, analizó a la dormida señora Palacios por un buen rato. Daban las dos de la madrugada en el reloj despertador de la mesilla de noche, cuando la estremeció con un bofetón y la regresó a la inconsciencia con un recto descendente en la quijada. Se permitió tocarla y saborearla, lastimarla y mangonearla, la penetraba y la reanimaba, así, hasta que ya no reaccionaba. La bestia se arrinconó en la habitación, dejando un irreconocible cadáver tendido en el colchón y el tapiz importado de las paredes pintado de marrón. Ya cumplida la tarea, satisfecho y contento, desapareció. Nadie escuchó nada a la redonda, se ahogaron los gritos de pánico en la almohada —un efectivo silenciador—, que, al finalizar la fechoría, utilizó para secarse el sudor. La sofocó, le fracturó las obritas oculares, la desgarró, le fisuró las costillas y se podría decir, que también, a su forma, le hizo el amor en un vals letal.

El sujeto de humo, tras maravillarse por la perfecta escena de su obra, deambuló por la penumbra de los ansiosos interiores y se desvaneció junto con el viento, que lo envolvió en una serenata y lo expulsó por la ventana. Inadvertido de las cámaras y los guardias, cruzó por los senderos de las costosas propiedades con la gracia de una planta roda mundos del Oeste. Aprovechando una oportuna ráfaga de arena, el volátil Estepicursor fue arrastrado por la calle principal hasta llegar al malecón; siguió y siguió hasta que sintió la espuma de sal humedecer sus talones y se solidificó. La perfumada bruma de la costa se fundía con la silueta del individuo, disfrazando sus ordinarias facciones. Los grillos, la hoja de palma, el silencio, un cuarto menguante, un cuerpo gigante de diferentes azules y entes, honraron la visita de la sagrada corriente. Zancada a zancada, atraído por el horizonte, agazapado por la vileza, confundido por la música y manipulado por la amnesia, el mar se lo comió.

Transcurrieron días para que la policía diera con el hediondo sarcófago de la viuda Palacios, una habitación maloliente plagada de moscas, carcomiendo la única evidencia concreta de un crimen perfecto. No había testigos ni residuos de huesos, carecían de teorías, narrativas y pistas; la sangre de una mueca desfigurada había coagulado, sepultando sus heridas. Los forenses descartaron el suicidio por lo aparatoso de las lesiones y lo clasificaron como un homicidio atenuado, no obstante el caso nunca llegó a los tribunales por la inexplicable intrusión del susodicho.

Tres cuadras al poniente, un padrastro vividor y abusivo, golpeador de madre e hijo putativo, amanece degollado de la carótida por la finura milimétrica de un simple hilo. Se desangró más rápido de lo que pudo articular palabra; lentamente, creyendo estar soñando… se fue consumiendo por el frío. La esposa, entre aliviada y compungida, aseguró despertar y ponerse a berrear al sentir en la pierna un líquido azuloso y tibio. La hermosa construcción estaba rodeada por un jardín, territorio de cuatro entrenados pastor alemán que pasaron por alto la presencia maligna, que contaba con reloj en mano las horas a su lado. La dama, quién seguía con moretones en las muñecas y presumía unas insomnes ojeras, dijo en el testimonio oficial que lo único que escuchó fueron los ronquidos de su pareja y una ventisca entrar por la ventana, recorrer el cuarto y templar su piel blanca. Atrincherado en el edredón , tres habitaciones al sur, el enfermizo niño de doce años con los ocelos morados, quien solía tener mal sueño por las atrocidades que provocaba el alcohol en el torrente del cabrón _que se decía su padre_, adivinó por el pasillo dos pies descalzos y vio pasar una luz que, súbitamente, le quitó la tos. Se lo quedó callado para él mismo. Lo que haya sido, le hizo dos favores en uno; ya cada quién su estilo. Madre e hijo, finalmente, pudieron dormir profundo. Las marcas de los golpes del parasito se borraron con el tiempo.

El último cabo de la pesadilla a resolver de las autoridades de Guerrero, fue la misteriosa desaparición de un jubilado relojero. Se trataba de un turista francés en sus ochentas, problemas de ciática, brillosa pelonera, lentes de fondo de botella y despistado con su cartera. El anciano, por la demencia senil o por estar poseído, constantemente adolorido del lado izquierdo del pecho, se vistió de gala, se guardó su antiguo reloj de mano en el bolsillo, se amarró las agujetas pensando en dar un paseo (decidió no ponerse el sombrero), se empinó dos tragos —y un tercero—, se relamió los pocos cabellos y, controlado por algo más allá de su comprensión, salió a la media noche, justiciero.

Todos confabularon y se pusieron de acuerdo para darle a cada quién su necesario merecido. El director de orquesta, jugando con humanos como piezas en la mesa, puso su firma en una mística obra de espejismos, coordinó los aires, las aves, los flujos, las fibras, los ritmos y las pausas, para equilibrar los karmas en tres distintas casas. El anciano fue un medio y un fin para cerrar el círculo de aquella noche y entrelazar las circunstancias; era inminente que moriría de un ataque cardiaco en los primeros días de marzo. El vaivén de las olas lo despabiló de la amnesia y flotó encantado hasta su última siesta.

La culpabilidad de la señora Palacios siempre quedará incierta…