por Mario Arturo Robles
Lo vi a los ojos y supe que era él, aunque me mantenía escéptico a su existencia e incrédulo a sus alcances. No ponerle una forma sería estúpido, pues lo analicé por minutos, lo rememoré por años, y ahora lo estoy contando; creo ya, consciente de lo ingenuo de mi manifiesto, tener las palabras.
Era de cabello negro y lacio, de facciones afiladas, nariz prominente y una sonrisa fingida, que ni él mismo se creía. Segundos antes de encontrarme al sujeto caminando por la playa, un señor a mi lado citó un viejo dicho, que estoy seguro, el protagonista de éste relato tenía la intención de hacérmelo saber, como un señuelo o un engaño. “El león no es como lo pintan”, le surgió espontaneo al iluso señor, quien siguió platicando con su esposa recostados en la arena. Tardé unos días en procesar lo que quiso decir aquel simple refrán; la unión tardía de todos los cabos, de todas las señales, era parte del plan. Me pareció un sujeto destacable, tanto por la parsimoniosa vista al vacío, como por el ritmo de sus pasos, casi animados, perfectos y sincronizados. Mi esposa y sus amigas gozaban la barra libre de tragos internacionales en la alberca del hotel; yo opté por una cuba, un cigarro y caminar por la playa admirando el atardecer.
Se fue acercando con el pretexto de pedirme un tabaco. Se lo di, no se fue, y quiso fumarlo a mi lado. En ese entonces no entendía por qué me enfermaba su presencia. Unos ojos vacíos, de un intensísimo negro, me acosaban; aun puedo precisar las primeras palabras que me dijo.- Si no hiciera esto de vez en cuando, perdería la razón de existir. No hay nada que disfrute más que la ingenuidad de la calma antes de la tormenta. Me hace sentir vivo. -Asentí a su comentario bebiendo un trago; se me resbalaban los intentos de reflexión de aquel sujeto con malas vibras y rasgos raros. Tras su instigadora mirada, traté de evitarlo caminando hacia el mar, cuando me llamo por mi nombre y fecha de nacimiento en un sutil deletrear. – Fernando Medina, 24 de Noviembre de 1979. – Desde ahí, él tuvo el control de la conversación. Se llamaba Bruno, sonriente mencionó.
Una larga pausa después, la voz mecanizada y de acento neutro, que reproducía un dialogo memorizado, continuó su discurso. _ Si no escogiera un manojo de criaturas al cual revelarles el secreto, perdería la fe que me empodera y alimenta, dejaría de transitar por los suelos de esta ordinaria tierra. Es pertinente que te quedes con la duda. Te elegí por ser inteligente, no lo tomes a la ligera. Ninguno de sus conceptos y de sus estúpidos nombres me define. Soy y seré, para su mala suerte, el único que los gobierna.
Me vinieron pensamientos simultáneos sobre la identidad de Bruno, y aunque quería revirar a su monologo, alguien o algo me quitaba las palabras, enmudeciéndome. Ya que lo recapitulo, antes de lo acontecido, reinó una paz absoluta a lo largo de la bahía. Miles de personas se relajaban con la brisa y se despreocupaban de sus obligaciones, pasajeramente, atendiendo el rojizo reflejo del día; las olas, el viento, el rumor de vacación, los gritos de los niños y las risas de los adultos confabulaban una irónica melodía. Mi acompañante sentenció su cigarro con tres fumadas, tres soplidos y proyectó la colilla con desdén, con estilo también; suspiraba y rezongaba por las fosas nasales, no porque estuviera molesto, sino porque el aroma a muerte le provocaba un funesto placer; llegué a jurar que Bruno estaba bajo el estado de estupefacientes, vaya que me equivoqué.
Quise darme la media vuelta para alcanzar a Daniela al bar de la piscina, sin embargo, las piernas no me respondieron. De la nada, mi presión arterial decreció a un estado somnoliento, nublando mí campo de visión, enfriando mis extremidades y mojando mi frente de sudor, no obstante, mi tórax emanaba un ansioso calor. Los colores se fueron a negros, me hinqué, reboté en la arena, aterrizando con la ceja y de refilón con la quijada; eso es todo lo que recuerdo. Del desmayo al despertar, fue como una larga siesta, donde el tiempo no respeta las normas, donde tres minutos equivalen a una década de desvaríos y laberintos, desprovistos de concisos finales e inicios. Perdura, particularmente, la imagen de una estructura piramidal flotando en la inmensidad del cosmos. Hasta la fecha, dicha figura es un esotérico símbolo que sueño con constancia.
Durante mi ausencia mental, periodo de amnesia cuyas dimensiones ignoro, mi cuerpo fue llevado a las alturas del monte, a una zona de vegetación abundante. Primero me zarandeó una cachetada en el mentón, un escupitajo en medio de los ojos me haría despertar de a poco; tardé en limpiarme la viscosa humillación del rostro. Escuchaba la tonada que Bruno repetía y repetía, silbando o tarareando, no puedo asegurar si se reproducía en mi subconsciente o en los alrededores del ambiente; el ocaso de rayos naranjas, reverberando sus tonalidades en los cristales de los edificios, le daba ese giro surrealista a los hechos siguientes. Desorientado, divisé a la lejanía centenares de sombrillas, palapas, embarcaciones, figuras diminutas sobre la bahía. Me encontraba a una caminata de media hora y estaría con mi familia, pensé.
El mar se fue agazapando hasta mostrar las rocas de sus faldas; embrutecidas parvadas de gaviotas, escapando de la costa, huían y chocaban entre ellas; las bocinas neumáticas de los navíos alarmaban a la distraída muchedumbre de turistas y nativos; aviso de peligro latente, proveniente de los altavoces de los salvavidas, fue un anuncio contraproducente, un socorro inefectivo; el cuerpo homogéneo de infinito fluido, imprevisible, incontenible, arrasaría con la aglomeración que se interponía en su camino. Trazada con regla, simétricamente perfecta, la ola madre avanzaba burbujeante, encabezando la asociación de ondas longitudinales que desplazaban un cuerpo de agua, a simple vista, inmensurable. Estaba horrorizado, aunque dicha fotografía me arrullaba, me sugería una extraña calma.
In crescendo, el fenómeno azotó contra el concreto. El azul marino adquirió propiedades de un café turbio, se trataba de una avalancha de grava y objetos punzantes, como dagas en movimiento por la corriente de un rio. Busqué una ruta para dirigirme a la civilización; tardé en salir de la maleza, más no fue intacto, hubo tropiezos y arañazos a causa del arrebato. Caminé horas en dunas de arena; las distancias son relativas a campo abierto, nada comparado con la correlación de esa noche y el paso del tiempo. El resto de los infortunios no merecen ser contados, pues este escrito dejaría de ser un relato; temo decir, sería un confesionario personal, un drama barato.
Encontré el cuerpo inerte de mi esposa después de una semana de búsqueda solitaria, deambulando entre escombros pantanosos y canales de malaria; cada quién buscaba a sus muertos, insomnes, hasta dar con ellos. No fui la excepción a la regla, a pesar de haber sido salvado por la mano de Bruno. Debo confesar mi horror, una imagen que me persigue, al saber que Daniela fue arrastrada por tres kilómetros de infierno, hasta clavarse contra las varillas del cadáver de una iglesia; en la mayoría de los casos, los desaparecidos brotaban a la superficie, pieza por pieza.
Al dolor que se instala en mi pecho cuando la recuerdo, le sigue la cavilación inconclusa sobre la identidad de Bruno y su presencia maligna. Cualquier explicación lógica sería contradictoria a la pregunta; cualquier resultado despejado por la dialéctica sería un antagónico dogma, una formula clásica. Repasé, probando en algún punto la técnica de enfriar el cerebro con agua y hielo, todos los fragmentos de la tarde, todas las escenas subliminales de la plática, la crónica de los actos, las muecas con desprecio de un rostro tieso, y el silbido en ascenso de un himno siniestro. Me obsesioné con los diálogos que me arrojó con indiferencia, con la distante construcción de oraciones y el monótono tono en las acentuaciones. Ir al psiquiatra me resultó inútil. No tenía concusiones, los encefalogramas indicaban un cerebro en plenitud; la tinta en las pruebas psicológicas de Rorschach, todo lo contrario. Estaba obsesionado con el diablo…
Intuyo que hay más individuos traumados por el breve discurso que Bruno repetía sin poner atención al significado del lenguaje humano, a nuestro vocabulario. Probablemente, cambió de contenedores y ubicaciones, cerca del atentado, de la erupción y del maremoto, jubiloso de alimentarse de la agonía y de presenciar la desdicha (que le es imposible comprender) cuando un ser querido pierde la vida.
Esa tarde de Abril nació una camada de prosélitos, pese a que el pueblo se asfixió en un revolcadero; por ende, miles de almas fueron liberadas de su corporeidad, entendieron el secreto de secretos, y aliviados de la incertidumbre que significa estar vivo, hasta nuevo aviso, perderían la consciencia, más no el eco que prevalece a la metería. Yo me quedé en la tierra, orbitando el dogma conferido por Bruno. Nunca encontré respuestas; nunca hice las preguntas correctas. Y ya en el punto de no diferenciar si lo que cuento sucedió o es un producto de mi imaginación, escribo por reflejo las líneas de este texto: la muestra literaria de una alucinación, la remembranza de mi maestro…
Escritor mexicano de narrativa breve y poesía en Pluma Forte, Editorial Orígenes y Publicaciones Trayecto.