Avenidas Paralelas

por Arturo Robles

Recorrió, en innumerables ocasiones, las barrancas hermanas que dividían a un grupo de avenidas paralelas al poniente de la urbe. “La zona de las cuencas”, como solía ser nombrado aquel pulmón metropolitano, era un inmenso bosque de coníferas, de suelos irregulares, de inmensos pinos y ahuehuetes. Las condiciones del área variaban según la temporada. Nunca hubo sequía, por lo mismo la flora y fauna permanecían intactas del hombre, aunque irónicamente, habitaban espacios análogos en diferentes distribuciones. Alejandro creció en el número 3200 de la avenida colindante a estas extensas grutas verdes, oscurecidas por las copas de los árboles. Gracias a la indiferencia de los locales por la naturaleza, y al mito que insinuaba la presencia de noctámbulos maleantes, se trataban de terrenos inexplorados, encantados por un inquebrantable silencio que olía a musgo y emanaba vaho.

Ignorando las precauciones de sus padres, a los diez años Alejandro tuvo la destreza de trepar el muro y adentrarse en las sombras, como niño libre de dogmas, inconsciente y temerario. Él y sus amigos pasaban los días vacacionales de verano, hasta el anochecer, trepados en algún árbol, afilando palos, coleccionando rocas y cazando insectos para diseccionarlos. La puntería de sus resorteras y el filo de sus navajas suizas los motivó a escabullirse de sus obligaciones entre vertiginosos descensos y empinadas escaladas; se comportaban como depredadores, divagaban curiosos por los alrededores. Fortalecieron las extremidades de sus cuerpos, y en la acelerada libertad de correr los pastizales como una jauría de perros salvajes, consolidaron una amistad entrañable.

En más de una ocasión, inmersos en las depresiones de las cuencas, se toparon con vagabundos que intentaron atracarlos; la pandilla de Alejandro respondía con puntapiés en los genitales y palazos en las cervicales. No le temían a nada que circulara en las inmediaciones de su parque. Unidos se sabían fuertes. Y así permanecieron los siguientes cuatro años, colonizando, hectárea a hectárea, las barrancas del poniente. Se hicieron travesuras, algunos actos vandálicos, aunque en dichas letanías también hubo algo de enseñanzas.

Eran niños de manos curtidas, que crecieron silvestres y destrozaban uniformes. Asistían a clases por la mañana pretendiendo pertenecer al alumnado, pretendiendo encajar al perfil del niño educado, cuando por la tarde se liberaban de sus roles y se resguardaban del mundo exterior en el núcleo de la vegetación. Ahí discutían sus problemas, ahí acudían por respuestas. Hubo más risas que lágrimas, pero hubo ambas y de eso se trataba.

No transcurrieron décadas, sin embargo ocurrieron varios cambios. Alejandro, al igual que otros miembros de la cuadrilla, entró a la preparatoria y se le presentaron una gama de placeres que, hasta esa fecha, desconocía. Engrosó la voz y los hombros, migró de prioridades, adoptó vicios y virtudes, formó un carácter propio. Y aun así, tras las aceleradas mutaciones de sus cuerpos y la transfiguración de sus ambientes, cada atardecer, las presiones sociales se les resbalaban al entrar a la barranca, comportándose auténticamente como animales fuera de sus jaulas. En lugar de devorar dulces y abrir senda en la maleza, los adolescentes platicaban sobre las nuevas dudas de sus vidas, acompañados de cerveza y nicotina. Asimismo, rutinariamente, ejercitaban sus físicos trepando árboles, cuyas alturas emancipaban la libertad de sus espíritus. Los cuatro amigos se refugiaban de la pubertad en los abrigos de su bosque.

Querían transformar al mundo, cuando fue el mundo quien los transformó a ellos. Pasaron de etapas como se pasa de páginas. La hermandad no perduró a las oscilaciones del tiempo; se habían bifurcado los caminos, también los intereses. Alejandro creció, estudió leyes y se mudó de domicilio. Al cumplir los treinta y seis, se enamoró de un rostro primaveral con alma de hechicera, se hizo prisionero de una hipoteca, la cual nunca acabó de pagar, y tras su muerte, saldó la deuda.

De la mente a la cama, de la especulación al engaño, los problemas maritales de Alejandro explotaron un 24 de Marzo, siete años después de firmar en el altar el costoso pacto. Hubo gritos y mentiras, vajillas destruidas, sonrisas y personalidades desfiguradas por el tiempo, dentro del hogar del abogado. Quería berrear y no sabía dónde. Un pensamiento lo llevó a otro y así hasta sus últimos instantes. Tuvo la idea de visitar al viejo confidente del bosque. Se estacionó en la casa de sus padres; evitó tocar la puerta y prefirió trepar el muro de ladrillo; le dolía sujetarse de los bordes que lastimaban sus manos y raspaban sus dedos.

Ahí estaban, frente a frente, Alejandro y el bosque. El sujeto mostraba alteraciones físicas y mentales, mientras que la biodiversidad, o al menos esa sección, se mantenía exuberantemente inmutable. Accedió, a través del sendero que recordaba libre de setos, al inescrutable silencio del bioma. Le pesaban las piernas, ya que la lodosa superficie desestabilizaba sus pasos; el peso de los años hundía el tacón del zapato. Llegó a la guardia donde solían cubrirse de las lluvias, una breve planicie sostenida por raíces y apelmazada de hojarasca. Amurallando dicho espacio, hileras de pinos eran invadidos de hiedra; aquella interacción simbiótica fungía como la única medición apropiada al ciclo de vida.

Lo rodeaban frondosas marañas de flores, y empezó a caer en la cuenta que también lo rodeaban distintos tipos de seres. De las hojas colgaban arácnidos de diferentes tamaños y fosforescencias. El zumbido de insectos voladores perturbaba sus oídos, provocando un ligero escalofrío y sudor de nerviosismo. Caminando se le enredaban telarañas en el rostro, y cuando se quedaba estático para admirar los paisajes, enjambres de avispones lo ahuyentaban de las flores; piquete a piquete, los mosquitos se alimentaban insaciables de su piel.

El ojo del observador enfocaba inminentes peligros; la panorámica, que de pequeño fue benevolente, planteaba parcialmente un inhóspito territorio para cualquier consciente mortal. Notaba el movimiento de las ratas; encontraba orugas minando las cubiertas de las hojas; su presencia alteraba a las ardillas, su zancada salpicaba artrópodos sin nombres, escarabajos y saltamontes. Se sintió indefenso como un niño, cuando de niño se sabía invencible ante su entorno y sus circunstancias. Expectante a tantas amenazas, ciertas e inventadas, Alejandro retomó el camino a casa; lamentablemente sus piernas ya no gozaban de brío ni sus articulaciones de flexión. La voluntad se había deteriorado junto con el físico y viceversa; esa era la triste lección.

Agotado de la caminata, trastabilló con una raíz y fue a dar suelo. Rodó por la pendiente hasta impactarse contra unos rosales, el tronco de un árbol lo frenaría por completo. Recuperaba el aire cuando se vieron directo a los ojos. Un indigente emergió de un ángulo ciego, drogado con pegamento. Alejandro escurría sangre, cortesía de las espinas; de su rostro brotaron hematomas. El otro actor interpretaba a un forajido de gestos agresivos y pupilas dilatadas. No había nadie a la redonda, Alejandro percibió un tétrico aroma, una fragancia que inspiraba pavor y sugería guerra. Una serie de particularidades, accidentes de esa tarde y consecuencias de años anteriores, situarían a Alejandro en una pelea a muerte. El indigente ejecutaría el primer golpe. Intercambiaron puñetazos y patadas, conectaron codazos y rozones que cortaban. Cuarto de hora de batalla, jadeaban exhaustos pero permanecían de pie, tambaleando. Uno de ellos, sosegado por la desesperación y el frenesí del momento, decidió taclear al enemigo hacía el precipicio, para así, dejar el resultado del duelo al azar y a la resistencia de sus huesos. Los dos perdieron el conocimiento al contacto con el suelo.

Efectivamente, la estrepitosa caída quebró el cráneo del menos afortunado, y solamente dislocó el fémur de aquel que había previsto el impacto; antes de la embestida, el sobreviviente aceptó las consecuencias de sus actos, también es cierto que la suerte le tendió la mano. Despertó por el frio colateral de la noche. A su lado, en la oscuridad, descansaba el cuerpo del que había matado. Se arrastró en la tierra, aullando de dolor y miseria, rumbo a las luces de las avenidas paralelas. Los grillos sonaban en primer plano, y mientras se acercaba a la civilización, los claxons llegaron de fondo. Creía ser otra persona, pues su lógica operaba insensata, como si hubiera nacido de la conmoción que desdibujó a un individuo cualquiera para dar paso a la generación espontánea de un alma nueva. Ya no existía Alejandro, tampoco el vagabundo. Victimizados por la demagogia, atormentados por el estándar implícito de cordura, se ampararon en la atemporalidad del territorio; justificaron la violencia con demencia y uno salió perdiendo. El otro, el vencedor de la justa, juró nunca volver a las barrancas. Sabiéndose prófugo de la justicia, desapareció; al establecerse en un nuevo código postal, empezó de cero. Nadie supo más de ellos, los dieron por muertos…

Cinco kilómetros al sur, en el número 1701 de la avenida colindante a las extensas grutas verdes, una cuadrilla de jóvenes imberbes irrumpiría el silencio del santuario. Inmunes o ingenuos, parecería que protegidos por una consciencia colectiva más allá de su entendimiento, exploraron el territorio sin miedo alguno, aprendieron y crecieron.