por Jorge Eulalio Hernández
La pastosa mezcla de arena y sudor cubría la frente de Occum. Evitaba lamerse los labios para no añadir más sal a su boca, sazonada con el fuerte sabor de los cigarrillos de tabaco africano que había conseguido su ayudante. La sed no solamente recorría su garganta y esófago, sino que se deslizaba, como las escamas de una serpiente, por su piel bronceada y vellos rubios.
Desde la entrada del túnel, excavado por un grupo de esclavos que la compañía había adquirido en Zanzibar, Occum había recorrido unos treinta y tres metros hacia abajo, donde se encontró con un muro de piedra negra. Tras romper el muro con picos, los esclavos, de musculatura majestuosa, se separaron para abrirle paso a Occum, quien entró al siguiente espacio con una antorcha de brea. Era un pasillo amplio, pero parecía más estrecho por el efecto que otorgaba la piedra negra. Al fondo, avistó una puerta y se dirigió hacia ella con emoción, aunque manteniendo su profesional silencio. La experiencia le había enseñado a ser extremadamente cuidadoso al desplazarse en estos templos: laberintos con trampas mortales y criaturas eternas, protegiendo los secretos ancestrales ante ladrones e intrusos. Con cada ligero paso, Occum recordaba con mayor vividez el accidente que le dejaría sin dos dedos de la mano izquierda, con la que sostenía la antorcha, recordando a un cangrejo o las patas de un ave sobre una rama.
Con el cuidado ya mencionado, Occum clavó la antorcha en la arena y analizó detenidamente la puerta. Era un bloque rectangular de plata con incrustaciones de piedras preciosas; algunas eran familiares y otras, que retaban la credulidad del explorador, alojaban un brillo interno danzante, como si viviera dentro de sus paredes una diminuta aurora boreal. Grabados de finísimo calibre trazaban el halo de una solemne mujer, con una profunda y sabia expresión. Sus pupilas, un par de zafiros, observaban al intruso.
-Traedme el buitre – dijo Occum, con una rasposa voz, como si fuese a toser cada vez que hablaba. Se refería a una escurridiza figura de cobre que había encontrado recientemente en Jerusalén, después de once años de obsesiva búsqueda.
Harold, el jovencito de once años que acompañaba a Occum por primera vez, se acercó con cautela a la puerta. Sostenía la figurilla como si llevase un par de huevos cocidos en un plato liso.
-Tranquilo, Harold- le consoló Occum – Sería muy difícil que este piso fuera sensible a tu peso. Quizá no es tan malo que estés tan delgado, chico.
Harold Thompson quedó maravillado la primera vez que visitó la mansión de Occum, en Londres, donde exhibía y vendía las exóticas piezas que traía de sus viajes. Su padre era el sastre del explorador, a quien pidió invitar a su primogénito. «Habla todo el día de esas cosas antiguas” le decía. La presión ejercida por el rostro del Sr. Thompson, que ya sufría los primeros golpes de un furioso cáncer de esófago, convenció a su cliente.
Occum, muy delgado, cacarizo y dueño de una nariz que recordaba la aleta de un tiburón, buscaba la atención de una señorita. La intentaba impresionar narrándole la aventura de cómo se hizo del gigante escudo del Rey Mabuath, último descendiente de los Sángridos.
-Los desgraciados me persiguieron sin cansarse , no dejé de correr durante días. No es una exageración Señorita Landy.
El aliento alcohólico de Occum había conseguido que los modales de clase alta de la Señorita Landy tomaran un breve descanso y dirigieran su mirada hasta el otro lado del salón, donde la espada de Chimo Chan, el príncipe de Lonia, era ignorada por los viejos aristócratas, que observaban con lujuria a la joven. Occum le habría insistido, pero no quería importunar a los señores, que ya habían pactado comprarle algunas piezas egipcias.
– ¿Es cierto que un jefe Mbandu tiene un ejército de mandriles? Lo leí en su libro, señor.
La voz de Harold era mucho más madura que la de un niño de diez (entonces tenía esa edad). Vestía ropa muy sencilla y un residuo de manzana colgaba de la comisura de sus labios. Sus ojos azules proyectaban la más bella curiosidad. Aquella propia de un niño, pero no cualquier niño, sino uno muy especial.
-Es cierto, chico. Lo vi con mis propios ojos.
-¡Vaya! Debe ser difícil.
-¿A qué te refieres?- Occum se empinaba el vaso, a pesar de estar vacío.
-Entrenar a un mandril. Sé que son violentos.
-¡Lo son! Pero los anyale usan poderosos hechizos para lograrlo.
La amistad entre Occum y Harold era inevitable. El hombre se veía en el niño, mientras el último admiraba al gran explorador. No pasó mucho tiempo para que el hermano menor de Harold tomará su lugar como ayudante del padre; fue entonces cuando Occum, que ya preparaba su siguiente expedición africana, le propuso tomarlo como discípulo.
-Hace mucho calor- dijo Harold a unas cuantas horas de caminar en el desierto, setenta y dos días después de aquel encuentro.
– Creo que me arrepentiré de haberte traído- le respondió Occum, acercándole su cantimplora.
Aquel día, sobre el desierto rubio, el explorador y su aprendiz desaparecieron en el crepúsculo líquido, dirigiéndose con pasos llenos de esperanza hacia la marca que Occum había puesto en el mapa…
El buitre de cobre se insertaba en un receptáculo que coincidía perfectamente con su forma. Al insertarlo, Occum esperaba un fuerte estruendo, de pesadas rocas y poleas que daban vida a una máquina maravillosa. En su lugar, un “clic” anunció la apertura de la puerta de plata, que se abrió como si alguien la jalase hacia adentro de la habitación.
Era un espacio cilíndrico, construido con la misma piedra negra de los pasillos. Occum y Harold se encontraban justo en medio de la gigantesca pirámide. Una espiral, dibujada en las paredes y representando diferentes pasajes sagrados, ascendía hasta el alto techo, horadado en su centro y dejando caer hasta el centro de la habitación un intenso haz de luz, iluminando una cajita de madera, que descansaba sobre un dolmen de piedra lisa.
Occum se acercó (ahora con mayor cautela) a la cajita, mientras los ojos de Harold espiaban desde la entrada. La madera estaba intacta, como si alguien la hubiese colocado allí algunos días atrás. Figuras de concha nacar se dibujaban en sus seis caras; la figura sobre la tapa representaba un cordero.
-Es el momento, chico.
Occum recordó lo cansado que estaba. Había conocido reyes africanos y orientales, meditado en el punto más alto de las montañas del Norte y observado con sus propios ojos las aguas del Lete. Había amado y sido amado, había sido perseguido por las furiosas víctimas de sus robos y por la rabia de guardias reales, enamorados de las prostitutas que le encontraban atractivo por ser foráneo.
También recordó a su padre, quien había establecido una exitosa compañía de importación transatlántica en América. En su lecho de muerte, le pidió al inquieto Occum no malgastar la fortuna que tanto tiempo le había costado acaudalar. El mismo día del entierro, Occum vendió todo a una compañía española y usó su dinero para sus primeros viajes. Se encontró con maravillosos lugares y artefactos que pavimentarían su vida de explorador.
Desde el principio, pensó en vender las exóticas piezas en Europa. En realidad, las piezas no representaban valor alguno para él, solamente eran fríos recuerdos de sus aventuras por el mundo. Él no las necesitaba, pues lo material no se podía comparar a vivir el presente fugaz, que constantemente se le escapaba de las manos. Aquella idea, la de la imposibilidad de hacerse de un momento y conservarlo inmóvil, inundaba de angustia el corazón de Occum. No fue hasta unos años después, bajo el sol y sobre el lomo de camellos altísimos, que un tuareg le habló sobre un sitio donde posiblemente se encontraba un objeto de inigualable valor, «el objeto de objetos», le dijo el nómada. Occum escuchó en esta información el llamado oportuno que había estado esperando. Imaginó el valioso objeto con profundo deseo… y era precioso, como algo que jamás había visto, excepto que lo había visto en numerosas ocasiones en la imaginación de sus intensos ojos.
Y ahí estaba, frente a la cajita que lo contenía. Frente a la cumbre de su alma, aguardando su conquista.
-Es momento, Harold.
Harold notó una cálida lágrima rodando en la mejilla de Occum, se conmovió al ver a su mentor lograr la hazaña más importante de su vida: no habría lección más importante que esta.
Las temblorosas manos de Occum abrieron la cajita. Dentro de ella había un objeto, envuelto en una fina tela púrpura. Occum quiso sostener el momento. Recordó aquella vez que, en un ritual malebí, logró capturar una de las ágiles gallinas de la aldea, por lo cual le ofrecieron elegir a una de las más bellas vírgenes. Se dio cuenta de que, al recordar esto, se había distraído de conservar el momento. Y ya se había esfumado…
-¡No lo puedo creer!
-¿Qué sucede, señor? – Harold se acercó instintivamente.
-Quédate ahí, Harold. Quédate ahí.
Harold notó que las manos del explorador temblaban aún más, pero no lograba avistar el objeto que sostenía.
-No lo puedo creer.
En esta ocasión, Occum sonaba triste, desesperado. Harold trató de consolarlo, sin saber aún qué era lo que aquejaba a su maestro. Se conformó con mirarle atento, listo para una siguiente indicación.
Un abollado cáliz de hojalata se columpiaba en las manos de Occum. Era la cosa más fea que había visto en su vida. Incrédulo, colocó el cáliz junto a la cajita y buscó desesperadamente un rollo de papiro en su bolsillo. Verificó que las inscripciones en el papiro fueran las mismas que adornaban la deforme copa de metal. En efecto, Occum había encontrado el Santo Grial. Sin embargo, la fealdad del objeto seguía provocándole el peor malestar que había sentido. ¿Cómo era posible que esa cosa fuera el cáliz sagrado? Nadie le creería en Europa, nadie le creería en ningún lugar de la tierra, pero lo peor era que ni él mismo, seguro de la autenticidad de su hallazgo, quería creer que aquella aberración era el objeto sagrado por el que habían muerto tantos hombres durante las cruzadas.
Tristísimo, Occum observó el objeto de nuevo. Lo agitó ligeramente, como si con ello se transformara en otra cosa, pero el nugatorio momento le nubló la imaginación una vez más. Guardó el cáliz en un saco de piel y tomó la cajita. Se volvió y, después de dar un último vistazo a la habitación cilíndrica, camino hacia Harold.
-Aquí no había nada, chico. Son los riesgos de este trabajo.
-Pero, ¿qué era?
-Vámonos, Harold. Dile a los esclavos que preparen la caravana.
A pesar de los intentos del niño para saber qué había sucedido, Occum no volvió a hablar de su hallazgo. También fue el último de sus viajes…
El Doctor Harold Thompson regresó de su viaje a la Patagonia en el Cuerno de Esquivel , un barco que había adecuado para sus viajes alrededor del mundo. En esta ocasión, traía el cráneo de un gigante, prueba que jamás despojó a los científicos de su incredulidad. Tan pronto pisó tierra, se dirigió a la vieja mansión de Occum. Al tocar la puerta le recibió la Señora Claudette, con mirada lúgubre.
-Murió hace un mes, Doctor – le dijo antes de abrazarle, con calor maternal que aún le era de gran consuelo – le ha dejado todo. La casa, los objetos… todo.
Harold, ahora un muchacho alto y bronceado, con un enorme bigote que lo hacía verse más viejo de lo que era, entró a la casa. El olor a humedad lo recibió con nostalgia. Observó la pintura de Marzetti, junto a la cual Occum lo había invitado a ser su aprendiz. Subió las escaleras, que chillaban como un perro que extraña a su dueño. La habitación de Occum estaba impecable: la Señora Claudette aún tenía el hábito de subirle una jarra con agua al viejo, que en sus últimos días decía tener mucha sed.
-¡Señora Claudette! ¿Podría subirme un vaso para tomar un poco de agua?
-¡En seguida, Doctor!
La vejez de la señora no había impedido que subiera las escaleras a gran velocidad. Los peldaños chillaron como un beagle asustado.
-Muchas gracias.
Harold Thompson tomó una abollada copa y sirvió el agua. Un repulsivo sabor a metal oxidado llenó su boca y dejó de beber para observar el recipiente . “Qué copa tan horrenda”, pensó.
-¿Sucede algo, Doctor?
-No estoy seguro. Muchos recuerdos, supongo.
Harold salió de la casa y subió a la carroza. El cráneo del gigante patagónico que había fabricado con huesos de elefante iba a ser presentado esa misma noche, en el Museo de Historia Natural.
Escritor e Ilustrador mexicano. Apasionado del arte y el psicoanálisis, es el Director y Editor general de Pluma Forte.
Ha colaborado en medios impresos como Consultoría (CNEC), Fortune, Expansión (RevistaObras), así como radio y televisión en Grupo Fórmula. Fue locutor titular de «Culto a la Cultura» (ADR Networks). Está certificado como Health & Wellness Coach (AFPA) y tiene un proyecto de consultoría en salud y bienestar.
Por su trabajo como ilustrador, fue incluído en el libro «Pictoria Vol.3: The Best Contemporary Illustrators Worldwide» (Capsules, 2019), trabaja de manera continua en su obra creativa y actualmente prepara su primer libro, una colección de cuentos.