por Arturo Robles
Rugía por las calles, derrapaba sobre el pavimento, se disfrutaba a sí mismo, mientras chocaba contra el viento. El cilindraje y sus pistones marcaban el tempo de aquel ocaso, un primero de Enero. Se adivinaba un país en pausa, muchos con la familia resguardados en sus casas; otros, reviviendo la fiesta que, paradójicamente, nunca acaba en la monstruosidad de una ciudad de veinte millones de habitantes. Un manojo desperdigado de transeúntes deambulaba por ahí, discretos sin querer serlo y, al encontrarse con otro de su clase, se veían a los ojos reconociendo que la noche fue larga, como la serie de circunstancias que entrelazaban sus vidas en ese preciso instante, en ese preciso lugar.
El color de la tarde, como sucede con la impronta del arte, era imposible de explicar; no hay forma de recrearlo, ni la palabra, ni la fotografía misma. La posibilidad de combinaciones, según cálculos que no se pueden verificar a simple vista, era de una en trescientos sesenta y cinco. La tierra emprendía otro viaje alrededor de su gigante; ese preciso espacio en el cosmos, el planeta azul en su movimiento de traslación, un primero de enero, pintaba los cielos de una opacidad deleitable, combinando naranjas y rojos en las montañas del valle de la Ciudad de México.
Era una droga que mataba al momento, al mes, a los diez años o puede que nunca, pero qué bien se sentía. El olor de llanta quemada parecía provocarle micro orgasmos; la chica, trenzada a su espalda, lo incitaba a seguir corriendo —o amenazaba con no dejarlo contento—. Venían de la cena, de la fiesta, del antro, del bar, del restaurante, del hotel, de la cafetería, del pub y de una reunión en casa de su mejor amigo. Se conocieron en el club, en donde la pista de baile se distorsionaba para ambos y las copas parecían vaciarse solas; ese no era problema, las botellas sobraban, atestaban la mesa de sustancias neón y contaminaban las mentes de todos los animales nocturnos que pagaban sin piedad por un trago más. Al terminar, vinieron unos besos, una ida al baño y no se pudieron resistir… Se encerraron en un hotel a sudar el alcohol con demencia, sustituyendo el placer de la bebida por algo mucho más grande, la carne. Nadie supo lo que pasó, únicamente un óvulo, un esperma y el espejo en el techo de la sugestiva habitación.
El sexo sugirió la fiesta y al revés. Ingirieron muchas sustancias durante un periodo en el que ninguno de los dos consultaba al reloj, ni se comunicaba con sus padres. En casa de Mauricio, marihuana. En el antro, unas tachas. Y en todos lados, sin tregua al hígado o temor a la taquicardia, un tequila, un tabaco y un mezcal. A ella, le excitaba la motocicleta y el modelito del galán rico y rebelde, desinteresado de la realidad, pero una bestia en la fiesta, sinvergüenza colmilludo; ´el, sólo quería diversión instantánea, saciar su vacío interior con una cuba, con un psicotrópico, acariciando una nalga o en la pendiente de una curva. Si hubiera seguido vivo, a la semana siguiente, habría olvidado el nombre que tantas veces repitió aquel fin de semana. La número cuarenta de su lista. Por suerte o desgracia, fue su última.
Ningún coche a la vista. Los distribuidores viales, la planicie de una pista. Una flecha en línea recta sin límite de velocidad recorría la ciudad. Ella, embobada, abrazaba el abdomen del temerario conductor e, ilusamente, disfrutaba las cosquillas que sentía en el estómago en cada vuelta, cuando su pelo quedaba a centímetros del asfalto. Él, con los ojos inyectados en negro, los labios lilas y una tez blancuzca, antinatural, enferma, parecía ya saberse muerto. Manejaba con maestría los doscientos cincuenta caballos de fuerza de su vieja conocida Ducatti… Memoria muscular, un reflejo que lo mantenía vivo, pero que también, lo obligaba a acelerar sin parar .El sonido de la moto hipnotizó su conciencia con sensaciones momentáneas de inmortalidad, lo hizo apretar las manos al volante y enfilarse como diablo a la recta que se vislumbraba con la resolana que quedaba. Hilos de luz naranja difuminaban un paisaje majestuoso de los volcanes arropados por sábanas blancas, una alfombra urbana de edificios, rascacielos, parques y condominios enmarcaban la pintura. No había carros, no había esmog, no había caos.
La maquinaría estaba en estado perfecto, más no la conexión entre el cerebro, las manos y el sentido común del muchacho, quién, a pesar del presentimiento, seguía haciéndose el valiente. Ella reía y él se lucía. Ella gritaba y él le pisaba. Las pupilas dilatadas no interferían con sus reflejos, pero sí los 180 kilómetros por hora que reducían el campo de visión. El conductor creía estar protegido por la inmunidad que les regalaba el nuevo año y la estabilidad de las dos llantas que recién había comprado. Los semáforos no dejan de funcionar el primero de Enero.
Llevaban una hora de paseo y a duras penas vieron tres carros y un pesero. El viento siempre en contra, secando las comisuras de sus bocas, recordando el movimiento, manteniéndolos alerta los primeros minutos, adormilándolos los últimos instantes.
Segundos antes hubiera sido suficiente, pero el alcohol en su sangre condenaría sus reflejos, más la precisión de semejante impacto en el cráneo, columna vertebral, tráquea y laringe, terminó por darle una muerte instantánea. Le apagaron la luz… Otra motocicleta cruzó de la nada; la intersección de dos líneas, dos vidas y dos pendejos sin casco. La unión fue tan exacta, tan intencionada, que las puntas de los vehículos quedaron hechas trizas, mientras que los asientos traseros, irónicamente, intactos e ilesos. Los dos cuerpos eran un rompecabezas de huesos fragmentados, despostillados por la colisión en sentidos opuestos. Se confundían con los cristales y los plásticos esparcidos de la Ducatti y la Honda 250, perteneciente a un arrebatado repartidor de comida rápida. Una terrible escena que nadie presenció, no hubo grito de tragedia.
Vida por vida y ahí quedó todo… en cacofonías. La dama, aún viva pero tirada en el suelo, cubierta en heridas, tuvo la suerte de que las cortinas del edificio de enfrente se levantaron por curiosidad; gracias a ello, la chica llegó al hospital a tiempo. Dicen que las coincidencias no existen… David Esquivel Luna y Rafael Peldaño, los dos atravesados, merecidamente involucrados, fueron declarados muertos a las siete PM, cuando las ambulancias interrumpieron el silencio sepulcral de un cruce cualquiera. El paisaje a la redonda no se inmutó, la gente siguió guardada, viendo la televisión o riendo a carcajadas en la red, sentados con sus familias dando las gracias antes del recalentado y, muchos otros, invocando la fiesta con cervezas para el arranque, subiéndole el volumen al estéreo o quemándole las patas al diablo. La chica libró la muerte por cuestión de milímetros, sedada en el hospital por semanas y afectada mentalmente para siempre. Tendría el hijo del temerario conductor nueve meses en su vientre, en lo que cicatrizaban las llagas en su piel y en su memoria.
Horas después, al limpiar la sangre de la avenida, reconstruir los cuerpos e identificarlos, mandaron al tiradero el cadáver de las motocicletas, barrieron los cristales y desaparecieron evidencia. Había llegado la noche. La ciudad volvía a tomar vida, los bares abrían, algunos iban, otros dormían, muchos la seguían.
Nada cambió aquel primero de enero.
Escritor mexicano de narrativa breve y poesía en Pluma Forte, Editorial Orígenes y Publicaciones Trayecto.