Arturo abrió los ojos para encontrarse tendido boca abajo en el suelo de su alcoba. La recámara estaba incómodamente fría gracias al chiflido de aire fresco que se había colado por la ventana. Sin levantarse, miró a su alrededor para ver si había algo más fuera de lugar. Sintió que su piel se enchinaba y quiso cerrar la ventana, pero la quietud del cuarto era tal que temió hacer el más ligero ruido. La lucidez regresaba lentamente a su cuerpo y, con ella, una sensación de angustia que no lo visitaba desde que era un niño. El baño lunar se abría paso a través de los árboles y el marco de la ventana, generando todo tipo de sombras que parecían cobrar vida y acecharlo. Petrificado, permaneció sentado en el centro, como si la áspera alfombra fuera su única protección de los inertes juguetes y adornos de la recámara.
La familiaridad de ese espacio no ayudó a apaciguar su inquietud. Era su cuarto, sin embargo, se sentía ajeno, como un intruso que llega sin bienvenida a la mitad de la noche. Todo estaba en su lugar, tal como lo había dejado la última vez; era él quien se había ausentado, pero no pudo recordar en dónde o por cuánto tiempo se había disipado.
Entre el frío y la frustración de no poder resolver su enigmática ausencia, Arturo hizo un afán de reincorporarse. Al estar de pie junto a la ventana, sintió cómo una nueva ola de cansancio, propia de viajes largos y extenuante actividad física, se desparramaba sobre su cuello y nuca. La oscuridad no mostraba señales de retroceder y sin pensarlo dos veces se abalanzó sobre su cama. Fue ahí, segundos antes de dejarse caer en otro profundo sueño, que lo vio.
Sobre el escritorio contiguo a la cama, yacía cerrado un gran libro de cobertura de piel, con costuras que bordeaban los extremos, y un grosor que sugería un considerable peso; a su lado, un tintero que contenía una sustancia opalina.
Se detuvo para observar todos los objetos del pupitre. Dentro de la confusión de aquella magia o de aquel sueño, Arturo se encontró su propio reflejo en un espejo de rústica madera, tallada de garigoleados de cabezas de animales. Se dejó cautivar por la belleza del objeto y su nítido reflejo.
Sentado en el escritorio, con cualquier esperanza de descansar esfumada, Arturo abrió el viejo empastado en la última hoja escrita. Las letras, con carácter finamente cursivo, claramente venían de su puño. 10 de mayo de 1925. Tras unos minutos leyendo y pasando las páginas, cerró el libro y se quedó recargado en la silla, con la mirada en el techo, intentando digerir lo que había escrito en el papel. De niño siempre fue popular por su imaginación prodigiosa, al grado de ser escogido por sus amigos para inventar las historias y personajes de los juegos en que entretenían sus ratos libres. Incontables tardes pasaron fingiendo ser caballeros con armaduras, viajeros en el tiempo y nobles guerreros en busca de aventuras y tesoros inmensurables.
El amor de Arturo por la fantasía provenía de las historias que su abuelo le había contado en noches invernales junto al fuego. Los libros y la voz del anciano, cuya narrativa emanaba mundos inmortales, fueron su refugio y despeje. La dicha de su infancia se vio quebrantada por oscuros capítulos, protagonizados por la pérdida y el abandono de seres queridos. Poco antes de cumplir los 15 años, su hermano mayor, pilar de su confianza, fue víctima de una fiebre fatal… Al salir de la habitación del enfermo, un médico del pueblo tomó la cara del pequeño Arturo y le sonrió con lástima y resignación. Abrió la palma del niño y, sobre ella, puso una tela húmeda. -No te alejes de él, Turius. Ponla sobre su frente, le ayudará al malestar.-
No se despegó ni un instante de su hermano mayor, le cantó las antiguas melodías de los cuentos del abuelo para apaciguar la inclemente temblorina, mientras aplicaba la prenda para remover el frío sudor de su lánguido rostro. El hermano se quedó quieto, por fin había conciliado el último sueño. Turius, agotado de incertidumbre, cerró los ojos y los abrió con la pálida luz que se asomaba por las cortinas. Sólo él despertó.
Un año después, desilusionado por la ausencia del primogénito por excelencia, su padre también los abandonaría, en un intento de pasar la página y de concluir el doloroso capítulo, dejando en este al pequeño y su madre. Fue en el azote de las decepciones y arrebatos de la realidad que Arturo reforzaría su amor por la ficción. Determinado a ser el artífice de su destino y no la víctima del devenir, hizo de la escritura su vocación. Sin embargo, el joven no buscaba la gloria y reconocimiento de los demás, solo el simple consuelo que le ofrecería el escape voluntario a otros mundos.
Volvió su mirada al papel. El sol comenzaba a asomarse. Aquellas líneas que le quitaron el aliento seguían frente a él pero las olvidaba. Estaba dotada de un estilo descriptivo y anecdótico, cuya justificación era aquella fecha en la esquina superior. El texto hablaba de una tierra lejana en un tiempo remoto. Encontró en el relato una conexión significativa con la realidad: no había explicación alguna de su llegada a aquél reino. El protagonista parecía haber deambulado con extrema precaución, ya que estaba consciente de su ajenidad al contexto medieval, por el cual caminaba. Tanto lector como personaje estaban profundamente desconcertados por la hazaña.
Aún no recuerdo cómo es que llegué a aquél lugar, lo último que recuerdo fue despertar en un callejón empedrado. Llovía fuertemente. Decidí buscar refugio de la llovizna. No me importó doblar a la izquierda o derecha, ninguno de los nombres de las calles me era familiar. Entré, guiado por la música de las liras y flautillas, a la primera taberna que llegó a mis pies. Me quedé a presenciar el comportamiento de la muchedumbre, el aroma de la vivencia que parecía sueño. No me alcanzan los detalles para describir lo que vi, no sé si era realidad, viaje astral o me estoy volviendo loco. Tantas historias del abuelo debieron haberme pirado. De una cosa estoy seguro…..aquella tierra era AVALON. Salí a caminar por las calles inundadas de bruma. La gente, allá, al fondo del mercado, mencionaba mi nombre con admiración, Arturius, “El elegido”.
Conocí a un anciano que me ha mostrado aquella tierra. Cuando lo veo, recuerdo a mi abuelo. Él me ayuda a regresar a casa, la última vez que lo vi en aquél callejón me dijo: En la niebla de Avalon, Excalibur te espera.
Todo se tornó negro otra vez. Desperté en la alfombra de mi cuarto, solo.
Al hojear el tomo los recuerdos regresaban lúcidos. A diferencia de un sueño, Arturo podía recordar cada detalle del viaje. Y así, se le hizo una rutina escribirlos después de vivirlos en carne propia, al menos eso parecía. En el fondo era inútil retomar una vida normal después de aquellos viajes de leyenda. Con el tiempo, las travesías a Avalon se hicieron más frecuentes y largas. Soñaba todo el tiempo con Avalon ¿Qué harían sin él? ¿Sería capaz de abandonar a su madre, tal como lo hizo su padre? Lo cierto es que ella apenas lo trataba; su madre tenía otras prioridades, entre ellas, esconder la tragedia de su hermano y el abandono de su padre.
-Pero madre, sí tienes un hijo. ¿Acaso lo has olvidado? – Ella sonreía y, con nula convicción, respondía lo mismo de siempre- Lo siento cariño, es cierto. No necesitamos a nadie más, es sólo que extraño a Edward, era tan dulce y murió muy chico, tú apenas lo recuerdas- Y cuando la madre empezaba a llorar o la situación se tornaba incómoda, ella le pedía- ¿Por qué no vas a escribir a tu cuarto? –
Un día de las múltiples discusiones con su madre, Arturo estaba, una vez más, en las penumbras de su alcoba, tratando de hacer a un lado la idea de que su vida era irrelevante. Se acercó titubeante al espejo y clavó la mirada en sí mismo, quedando a tan sólo unos milímetros del cristal. Una vez que las lágrimas cayeron de su barbilla a la mesa, cerró los ojos, esperando fundirse con el objeto. Al abrirlos, su reflejo se había esfumado, del otro lado, relámpagos y nubes saturaban la imagen y podía ver la extensión de montañas y ciudadelas colmando el horizonte. Los primeros indicios de lluvia se colaron por el marco, dejando caos en todo su cuarto. Del fondo vino una familiar voz, grave y resonante. Del insólito caos llegó una invitación.
“Ven, Arturius. Una nueva vida te está esperando, salta por el espejo y deja atrás el miedo”
Inhaló para darse valor. Con su mirada recorrió la fortaleza de su infancia una última vez. Se acercó al escritorio, mojó la pluma en el tintero, firmó en la última página del libro y a modo de gateo se escabulló por el marco para nunca regresar. De pronto se hizo el silencio. Avalon desapareció en un santiamén y el cristal estaba de nuevo en su lugar. La recámara, inerte, no mostraba señales de vida o fuga, ya que la ventana estaba cerrada desde el interior.
Pasaría tiempo hasta que alguien se diera cuenta de su partida. Aún leyendo la despedida en tinta, nadie lo iba a creer. Sólo con el paso de los inviernos habría de confirmarse su ausencia. La ausencia de un joven incomprendido que huyó de la realidad para vivir, como rey, en su mundo.
Licenciado en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Anáhuac. Está especializado en producción y dirección de medios digitales. Ha colaborado en diferentes ramas de la comunicación desde el periodismo y redacción así como post-producción digital y comunicación organizacional.