por Mario Arturo Robles
Es lo que te hace fuerte tú peor enemigo a través del tiempo. Una historia, principio o final, no tiene sentido si las reglas que la componen plantean a la vida en un estricto orden cronológico. En muchos casos, aquel hombre que posea una hipersensibilidad debe aprender a lidiar con la dualidad de lo realmente somos: dos personas conviviendo en un mismo cuerpo, una de carne y otra de viento. Y así, únicamente las composiciones de momentos son capaces de relatarnos una historia que no esté sujeta a la perspectiva de un interlocutor jugando con los hechos, sino que permiten plasmar la auténtica cárcel en la que todos nos encontramos dentro: el presente.
La siguiente imagen fue la más repetida en la vida de nuestro protagonista. No existía un contexto y no tiene porque existirlo. Una suma de catarsis y esfuerzo ocurrió todos los días a la misma hora, en la misma habitación de la persona a la que hacemos memoria. A diferencia de sus colegas, que se mataban por alcanzar la gloria pública y los reconocimientos económicos, él necesitaba de la música como si esta fuera la única cura para su enfermedad intratable y crónica. Buscando refugio, desmanteló su mundo exterior y unificó su mundo interno, abrazó la duda que lo habitaba y paradójicamente se fortaleció de ella, como un salvaje.
Cambiarían las estaciones del año al igual que cambiarían las prendas que vestía, la iluminación y la temperatura, su trágico estado de ánimo, su edad, sus compromisos y su soltería. Aun sabiendo que el cambio es la única constante, nuestro pianista tenía la habilidad, más no la opción, de congelar el tiempo y dejarse envolver, nota por nota, entre las melódicas vibraciones de su piano de cola. Ahí, en el pensar de la música, en la ejecución de una sonata, maquinando nuevas piezas o leyendo partituras, la claridad con la que percibía su entorno se agudizaba hasta transformarse en perfectos sonidos que desahogaban el alma. De lo contrario, la ansiedad lo abordaba con preguntas sin respuestas, cuya única finalidad era mantenerlo cautivo a enfrentar sus propias certezas. Es por ello que nuestro personaje vivía, ¿o será que aún vive?, atrapado en las confusas enseñanzas de una paradoja, disfrutando del silencio que perdura entre nota y nota.
Ese instante perpetuo resume lo que millones de palabras no podrían, al menos para él. Siempre se trató del teclado, de sus dedos, de sus oídos, de su estómago, del impulso y de sus latidos; la mirada extraviada denotaba un denso vacío, como si la persona que imaginaba detrás de esos ojos estuviera cautiva en algún pensamiento ansioso e involuntario, lejos de su ser. Tocando, y como parte de una lección que sólo le presenta a algunos pero que es imposible traducir en la naturaleza, el pianista entendió que la música es el instrumento que controla el tiempo, como también es el tiempo que controla al instrumento, dentro de todos nosotros. Esta revelación dictamina que una armonía obedece directamente a nuestra capacidad de recordar el pasado y asociarlo con el presente, creando un movimiento ficticio lo suficientemente creíble para poder apreciarse como coherente. Justo esa cualidad, que le pertenece propiamente al humano, da origen a las gamas de lenguajes que conforman la expresión de lo que somos: un misterio.
Fluía sin censura, en concierto, en su estudio y en la soledad de su locura. Lúcido, aún mejor alcoholizado, interpretaba con fineza sus piezas favoritas, consumido por aquello que algunos persiguen incansablemente y que no se sabe qué es, ni siquiera hasta en la muerte. Pensó, durante episodios de frustración y melancolía, en alejarse para siempre de su amado instrumento; le asustaban los lugares profundos, de matices oscuros, a los que llegaba a infiltrarse y de los que se esforzaba en salir desesperadamente hacía la luz, una luz espiritual e inefable.
Del otro lado del espejo, oculto en rincones apartados de la conciencia, otro músico aguardaba la oportunidad de manifestar su existencia y adueñarse de este tiempo, un personaje íntimo, autónomo, implícito en el carácter, reprimido en sentimiento, semejante a la versión alterna que necesita morir para que se libere la que si vive.
Nuestro pianista guardaba un secreto, un mágico convenio entre las dos fuerzas opuestas que lo definían. Desde niño, inevitablemente escuchó la voz intrusa de la presencia que lo llamaba y lo alentaba a la rebeldía, pero también lo orientaba hacía la reflexión. Se conocieron, sosteniendo una eterna charla en silencio; inclusive, por extraño que parezca, formaron una amistad y a la vez una guerra. Era más que un amigo imaginario o una neurosis, ya que al igual que el niño creció, la criatura expandió sus alcances, madurando día con día junto al futuro pianista.
Desde el primer contacto con el piano, la música inspiró una coordinación perfecta entre ambos, permitiendo compartir, únicamente así, el mismo cuerpo en el mismo lapsus de tiempo. Como si dos almas se fundieran en una, los personajes, siendo tan diferentes y tan cercanos, acordaron vincularse en el universo que tramaron aparte, corriendo libres, llenos de paz.
No fue la fórmula milagrosa que eliminará el problema, pero si la rutina que lo equilibraba, el mecanismo regulador de una temperatura estacionaria. Consiente del extravagante aire que poblaba su mente, y que hasta en un punto invadía los espacios sagrados de su ego y autoestima, el pianista, en cada presente de su historia, decidió encarar al hombre que no dejaba de obsérvalo, ese sujeto magnifico y tenebroso, su propio villano.
Se compusieron aclamadas melodías, e incontables partituras que nadie jamás leerá, se vendieron discos y boletos de conciertos, se cobraron regalías, como frutos indirectos de la opresión que el sonido maquillaba de poesía. Sin embargo, el verdadero arte del pianista se encontraba en el hábito de la improvisación absoluta, en la patente de un ritmo que alteraba el tiempo, en los métodos que relajaban a la bestia, en su luz y también en su oscuridad.
Escritor mexicano de narrativa breve y poesía en Pluma Forte, Editorial Orígenes y Publicaciones Trayecto.