Tres Encuentros con García Márquez

“Ahí está García Márquez”, nos dijo papá mientras se las arreglaba con el equipaje. Era el año 2001 y habíamos llegado demasiado temprano al aeropuerto. A lo lejos, un viejito abrigado hasta la nariz capturaba la atención de mis padres. “Deberías de pedirle su autógrafo, es un escritor muy famoso”. Mi mamá sabía que yo no tenía idea de quién era aquel señor, que se veía muy confundido por la tediosa secuencia del viajero aéreo.

Sin embargo, el nombre me era familiar: en un chispazo memorioso, recordé un libro blanco con una estrella de mar y una medusa como protagonistas de la portada. Se trataba de la primera edición de “La Increíble y Triste Historia de la Cándida Eréndira y su Abuela Desalmada” y era propiedad de mi tío, visitante frecuente, tan ávido lector como bebedor y quien alguna vez, entre los mareos del consumo desmedido, intentó resumirme “Cien Años de Soledad” en quince minutos. Después de un rato de dar vueltas sobre sus palabras, me dijo: “ Mira, la cosa es que es un desmadre…pero es un libro importante”.

Mi mamá estaba muy concentrada en la búsqueda de materiales para un autógrafo. Descartando los objetos que salían de su bolsa, sacó maquillaje, los pasaportes y hasta unos Kleenex —sin los cuales el propio García Márquez no podía vivir— hasta que encontró un bolígrafo y un papelito. “¡Corre!”.

Me acerqué a García Márquez, con el vocabulario nublado y sin tener éxito al ensayar mi interacción con él. No había leído nada suyo y la información más completa que tenía sobre su obra venía de las fallidas síntesis literarias de mi tío. Ya a centímetros de distancia, me fui directo a la pregunta, acercándole el papelito y el bolígrafo con una sola mano.

— Que sea en un libro que no sea mío — me respondió.

Confundido, regresé a donde estaban mis padres. “Que no sea suyo…” me repetía a mi mismo, tratando de entender si hablaba enserio, si se trataba de un juego de palabras o si me había ahuyentado. “Yo creo que no quiso” le dijo mi papá a mi mamá, “a veces los escritores son muy payasos”. Con el optimismo que siempre la ha caracterizado, mi mamá me tomó del brazo y, sobre atléticas zancadas, nos llevó por el pasillo comercial del aeropuerto en busca de una librería. Desafortunadamente, era muy temprano y muy pocos locales estaban abiertos. Las librerías no eran el caso. Cuando regresamos, García Márquez y sus acompañantes se habían ido.

Mi segundo encuentro con el escritor colombiano fue en una barbería, diez años después. Para ese entonces, ya iniciado en el camino de la letras, yo seguía sin leer un solo párrafo suyo. Permanecía la amarga e inmadura idea de que García Márquez me había hecho una mala jugada aquél día del aeropuerto y que no merecía mi atención. Justo por esa época, una querida amiga, estudiante de letras, me contó que cuando García Márquez llegó a México le aventaron en la cara un ejemplar de “Pedro Páramo” mientras le gritaban “¡Para que aprendas a escribir!”. Celebré esta falsa información con un sentimiento de pueril venganza y mal entendimiento del concepto del kharma, agradecido con mi ya adorado Juan Rulfo, quien no tenía nada que ver en ello. Al tiempo, confirmaría de que mi amiga había sido víctima de un ‘teléfono descompuesto’, pues la verdadera historia del encuentro de García Márquez con Rulfo es bellísima.

Numerosos sureños de la Ciudad de México presumen saber dónde se cortaba el pelo García Márquez, participando del curioso fenómeno de mitificar los lugares cotidianos del artista (“…aquí se sentaba a ver palomas los Miércoles”, “…en esta silla escribió las primeras letras de aquella novela”, “…fue a través de esta misma ventana que descubrió que su esposa era amante del jardinero”). Se trata de la Barberia da Pietro, ubicada en el segundo piso de Plaza Inn, un centro comercial en el que sobrevive el surrealismo de nuestro país. Fundada en 1984 por Pietro Morittu, el barbero de García Márquez, se encuentra en el local 212 y es un clásico de la zona, aún frecuentado por otros clientes ilustres como el mismísimo Armando Manzanero.

Cierto día, mi hermano y yo tomábamos un café en Plaza Inn. Decidió aprovechar la visita y cortarse el pelo ahí mismo con Antonella, hija del Sr. Morittu y quien ahora administra el negocio . Al sentarnos en las sillitas de espera, mi hermano me dijo “Ahí está García Márquez”. En efecto, su cabecita blanca se asomaba sobre el respaldo de la silla de barbero. “¡Pídele su autógrafo!” me dijo mi hermano emocionado, “no hay que molestarlo…” le respondí con una mezcla de melancolía y soberbia. Confundido, mi hermano fue llamado a su turno y sólo se limitó a saludar a García Márquez, quien respondió asintiendo.

A diferencia de aquel encuentro en el aeropuerto, yo ya sabía quién era el titán que estaba frente a mi, pero una nube de rencor y los últimos suspiros de mi longeva adolescencia me convencieron de no darle la mínima importancia. Además, aunque lo he hecho en ocasiones contadas, no me gusta pedir autógrafos—muy diferente a mi enorme cariño por las dedicatorias— pues siempre he sabido que, al hacerlo, estoy del lado equivocado, condenándome a siempre ser el público espectador y no el artista creador. Mientras esta decisión de vida se consolidaba en mi cabeza, García Márquez se levantó, pagó el servicio y se retiró del local. Estoy seguro de que todos, excepto yo, lo despidieron con gran pompa.

Tres años después me lo encontré de nuevo. En esos años, de encuentros con gente maravillosa en el mundo del arte, fue inevitable toparme una y otra vez con las recomendaciones para leer al Gabo, sobrenombre que nunca me gustó. Me parecía que la gente se daba la licencia de hablar de él como si fuera su cuate, una democratización de su figura literaria derivada en vulgaridad.

Comenzando con “El Amor en Tiempos del Cólera”, desarrollé una apreciación por la obra de García Márquez. Poco a poco, fui entendiendo su voz literaria y su forma de manipular el lenguaje para lograr efectos increíbles. Fue en esos tiempos de exploración de su obra, quizá mientras leía “Cien Años…”, que soñé con él. Estábamos de vuelta en el aeropuerto, le pedía su autógrafo y le acercaba la pluma y el papelito. Esta vez, ya en sintonía con sus palabras, García Márquez me aclaró: “Que sea en un libro, aunque no sea mío”. Desperté con la firme enseñanza sobre lo mucho que perdemos al no escuchar con atención. Lo que no quería era firmar un papelito efímero, una firma sin la compañía de la literatura.

Venía bajando Avenida San Jerónimo en coche. Entre las paredes de piedra volcánica, decenas de vehículos imitaban a los caracoles bajo un gris atardecer. A vuelta de rueda, hacia Insurgentes, avisté un numeroso grupo de personas que formaba una mancha negra. Se bajaban de largos coches de color oscuro, quizá una ilusión provocada por el contexto: era el funeral de García Márquez… ¡Vaya tercer encuentro!

El creador de Macondo, historiador familiar de los Buendía, pícaro diseñador del genio de Valentino Ariza, nacido en Aracataca, en efecto, había recibido un “Pedro Páramo” para aprender a escribir. Según cuenta una versión más conocida e históricamente viable, el Gabo aún caminaba en juventud y anonimato  cuando su amigo Álvaro Mutis le regalo un ejemplar diciéndole “Ahí tiene, para que aprenda”. Ya como escritor consagrado, García Márquez prologó con cariño algunas ediciones de la novela de Juan Rulfo, siempre confesando que aquella obra había sido una invaluable aportación a su carrera de escritor.

Me parece curioso y fascinante que mi relación con García Márquez haya comenzado con tantos malentendidos. Desde el extravío de una sílaba, que transformaba un “aunque” en un “que”, hasta mi celebración por la escena inexistente de su llegada a México. ¡Yo no podía seguir con ese ir y venir del carajo! Solamente leyendo a García Márquez y estudiando su vida entendí a Gabo, el de todos, que le inyectó sobrada magia a aquel realismo y le dio una voz única a la aparentemente simple complejidad del corazón humano, que se tropieza con las trampas del lenguaje y del tiempo.