Por el amor que uno le tiene a la inmensidad.
La mayoría de las embarcaciones, si no es que todas, están destinadas a completar su ciclo en las profundidades de los océanos. Al igual que los elementos de nuestros cuerpos garantizan regresar al ecosistema de donde surgieron, los materiales de un barco se diseminan a través de los mares. Como suele suceder, una misma propiedad sobrevive a lo largo de los dueños que mueren o traspasan sus derechos. Esta es la historia de un yate italiano de 88 pies, manufacturado por la familia Riva, un modelo Florida.
Iniciando la década de los noventa, Riva Boatyard manufactura diez yates de lujo, modelo Florida 88. Los italianos no se toman a ligera la creación de máquinas perfectas, marítimas o terrestres. Para empezar, las maderas preciosas de un Riva están talladas a mano, sus interiores se diseñan por los gustos más obstinados y reconocidos de la moda internacional. Se usan tonos claros, proporciones simétricas en cada acabado. Las luces iluminan arte dentro del barco, las alfombras, los hilos de las sábanas, los ébanos y las caobas, las vistas de ultramar. Cuatro cabinas y cuatro baños, 88 pies de espacio, velocidad máxima de 39 nudos (aunque algunos la levantaron hasta los 45), motor Ferrari MTU 16V 2000 m96.
I
Antonio Ferrero Agut, hombre mallorquín de negocios y marinero de nacimiento, compró una belleza de estas por el precio de 5 millones de euros. La nombró “Ignacia”, en honor a la madre de sus hijos mayores. Sabiéndose el primer y único dueño, el Señor Ferrero Agut confeccionó el barco a medida de sus excentricidades. Gozó de los mariscos del Mediterráneo y de las mujeres de la Costa Dorada; exploró los manjares del Caribe, los oleajes vertiginosos del Pacífico; durmió en puertos históricos, como el Principado de Montecarlo, los transitados canales de Róterdam, los sombríos muelles japoneses y los remotos embarcaderos de la Cuba de Castro; asimismo, entendiendo la náutica como una física aplicada, Ferrero Agut y su capitán, el viejo Carlos Valderrama, navegaron los mares del mundo.
Muchas aventuras entre estos dos camaradas y hermanos. La fortuna de Ferrero Agut les permitió darse una vida de reyes. En las ciudades en las que desembarcaban, compraban y vendían distintas mercancías, collares, especies, destilados y pieles, haciendo negocio con los comercios locales. Ferrero Agut costeó el viaje con el ingenio de su trueque, dueño absoluto de la cocina, mientras que Valderrama se encargaba de las máquinas, de la ruta de navegación, del orden en cubierta y de otras cuestiones técnicas marítimas.
Cruzaron dos veces el Atlántico, una travesía de ida y otra de vuelta. Durante estos periodos de hermosa hostilidad ambos sujetos entendieron, a través de la inmensidad del mar abierto, su razón de ser en esta tierra. Por supuesto que arribar a un continente o a una isla aliviaba los miedos, sin embargo los primeros dos tripulantes de aquel Riva 88, “Ignacia”, preferían las mariposas de navegar a la deriva y construirse en la oscuridad.
Noches de lluvia, sobre todo de agua. Cascadas dulces caen sobre cuerpos salados, pero parecía que los cuerpos se levantaban en inmensos remolinos que regresaban al cielo. En la timonera interior y en el centro de navegación, justo enfrente de la escotilla que lleva a las cabinas y a la cocina, los dos españoles se sentaban a tocar la guitarra, a cantar clásicos sevillanos y baladas gitanas. Bebían directo de la botella, hasta que los eventos se desconectarán uno del otro y alguno de ellos se fuera a dormir. Conversaron, cigarrillo en mano, de las casualidades que los llevaron al exilio voluntario, de sus amores, de sus guerras y sus desilusiones, se expusieron desnudos de palabra y así pudieron comprenderse.
Sabían estar en silencio y a la vez hacerse compañía, observando con calma el oleaje. Valderrama solía perderse en whiskey y ginebra, mientras que Ferrero Agut se avocaba a la guitarra, al canto y al vino, a gustos más sofisticados. Bebieron lo que quisieron y cuanto pudieron, gozaron del sol y su ausencia, cenaban lo que pescaban durante el día, descansaban jugando al ajedrez, leían, fumaban, se recostaban en la popa a contemplar la galaxia.
Ferrero Agut dejó los mares por razones familiares, retomando su antigua vida en Mallorca; había llegado el día en que el mercader español tuvo que reclamar sus negocios y vigilar sus tierras. Como un regalo, pero también como un préstamo entre hermanos, Ferrero Agut le obsequia la embarcación a su soberbio amigo Valderrama; al cabo de navegar la península ibérica y su propia locura, el viejo decide venderle el yate al famoso arquitecto italiano Alessandro Poccai; Valderrama aseguró su futuro económico y salió de las aguas para siempre. Se compró un piso en su Granada natal y se dedicó a envejecer en la privacidad de su hogar.
II
Alessandro Poccai sería uno de los dueños fugaces de aquel modelo Florida 88. Así como una dama cambia de pretendientes antes de enamorarse definitivamente de esa persona especial, Ignacia cambió de nombres, pasó de manos, migró de muelles, brincando de relaciones turbulentas y pasajeras a matrimonios estériles y poco cariñosos. El arquitecto Poccai utilizó el barco como un instrumento financiero, un talismán para cerrar negocios y un cuartel secreto para llevar a cabo sus placeres más prohibidos; los fines de semana, se paseaba por las playas de Capri, de la Toscana, de Sicilia y de Cerdeña, buscando roce y estatus. Se la vivía de fiesta, a bordo de la embarcación que llamó Francesca, acompañado de amigos y parásitos, modelos, músicos y artistas del momento.
Se le acabó el apogeo social al arquitecto Alessandro Poccai. Su dinero, su ilusoria fachada, ya no daba para mantener una nave de semejante envergadura; durante un viaje por las islas griegas, las deudas lo orillaron a venderle su hermoso Riva al constructor y magnate ruso Andréi Gutov. Él mismo piloteó su nuevo barco hasta las aguas heladas de San Petersburgo, en el Mar Báltico, donde lo restauraría, le daría mantenimiento y lo vendería en una subasta de yates de lujo. El puro recorrido por la orilla del continente le recordó la libertad que uno puede sentir navegando; tenía experiencia con proyectos de estas características navales y lo ejecutó magistralmente. Un 20 de Marzo del 2002, ese modelo Florida 88 fue subastado por 9 millones de euros. Ahora, una pieza única e irrepetible se consideraba un clásico de la época. Del comprador se supo poco, se supo que era millonario y que había mandado a transportar su preciado Riva a los muelles del Japón.
III
Yukitaka Maezawa pertenecía a un próspero linaje de pescadores, instalados en los muelles de Tokio. Generaciones tras generaciones de esfuerzos, el negocio familiar se convirtió en un emporio de la tuna y otros mariscos. El Riva 88 restaurado, de nombre Francesca, fue el regalo de bodas que un padre le entregó a su hijo el día de su luna de miel. Yukitaka Maezawa era el hijo y Sakura la esposa, quienes zarparon a una aventura de amor por las Filipinas y Tailandia, a bordo de un barco encantado de historia.
Los involucrados a bordo del Riva: un capitán, una chef y los dos protagonistas de un romance, Yukitaka y Sakura. Vaya que estaban enamorados, pasaron gran parte del viaje encerrados en la cabina maestra. Uno encima del otro, un mismo ritmo en el beso, dos cuerpos temblando, sudando y comiéndose, hablando a través del deseo. El Riva no cambió de nombre, de alguna manera Francesca embonaba con los acabados y las pieles, le daba personalidad, glamour, clase, y la pareja decidió respetarlo. Desayunaban en cubierta, a penas tapados con un ligero quimono; juntos, abrazados ante el mar, bebían té de jazmín, esperando en el horizonte que el sol naciente iluminara sus caras pálidas en una eternidad naranja.
Simultáneamente, mientras Sakura y Yukitaka desembarcaban en Tailandia por unas semanas, el capitán y la chef, él italiano y ella francesa, se dejaron llevar por ese misticismo que se desarrolla en un interior diseñado con propósito. Tomaban el sol, desnudos en cubierta, bebiendo champaña y bebiendo del otro; celebraban cada minuto de las horas, apreciaban la posibilidad que la vida les ofrecía y supieron tomar ventaja de ella, entre besos y mordidas, entre arrebatos de gran potencia sexual y periodos sostenidos de increíble ternura.
Francesca permaneció fondeada en la bahía de la playa de Hua Hin, esperando a sus dueños y hospedando una inesperada aventura de amor…
Cómo la vida puede ser tan injusta y a su vez tan mágica y elegante. Los días cruzaron el calendario, y el Riva fue cortando las olas. Las dos parejas, una aislada de otra, se refugiaban de las lluvias huracanadas que los acompañaron en su ruta al Japón. Lo que de ida los alumbraba de un pálido naranja, de regreso oscureció la aventura en un opaco gris celeste. Vientos, oleajes, turbulencias y la maldición de los mares; la luna llena impactaba de blanco la atmosfera brumosa de la última noche. Se aproximaba la tormenta a la costa, junto con ellos. No la pudieron rodear, sino que fueron arrastrados a través de sus aguas picadas y burbujeantes. Todos dormían, excepto el capitán italiano.
Se amanecía después de una noche de aquellas, pero se llegaba puntual a los puertos de Tokio. Lloviznaba, sutilmente. El capitán y la chef, despiertos desde las 6 am, tomaban café y planeaban una vida juntos, empezando los preparativos de su futuro inmediato como pareja. Yukitaka, que era de buen dormir, o mejor dicho, que consumía fármacos para conciliar el sueño en el movimiento del barco, abrió los ojos hasta tocar con tierra. No había muchos lugares en donde buscar; Sakura, su joven princesa, no había arribado a Tokio junto con ellos. Se había quedado en el mar.
Las cintas del circuito cerrado de seguridad lo confirmaron. En plena madrugada y tormenta, Sakura entró en un ataqué de pánico; trató de despertar a Yukitaka, pero éste no respondió a causa de sus sedantes. Caminó dentro de la cabina maestra, de aquí a allá, como un animal enfermo en angustia. Su última mejor idea: salir a tomar aire fresco a cubierta, hiperventilando, sudando frio; desapareció en la espuma de una ola que rozó a Francesca. Nunca se encontró su cuerpo. La tragedia se publicó en los diarios más sonados de Tokio, lo que significó la mayor de las deshonras para la familia de Yukitaka. El joven, meses después del evento, deprimido y tirado en el alcohol y en la vergüenza, escapó del Japón y se reconstruyó como persona en los Estados Unidos, donde vendió su barco. Básicamente, se alejó de esos mares para siempre. La chef y el capitán, sumamente consternados por Sakura y por la situación en general, exprimieron sus ahorros para migrar a Buenos Aires y evitar conflictos legales. Se sabe que tuvieron hijos, que se casaron y que siguen ejerciendo; para ellos, ese viaje había sido una bendición. Fueron inseparables.
IV
El Riva, modelo Florida 88, de nombre Francesca fue vendido por Yukitaka en la primera oferta que pusieron en sus oídos. El nuevo dueño, El señor Patrick McKensy, un hombre de negocios americano, le sacaría provecho al dinero que invirtió. Una vez en Miami, Florida, el Señor McKensy la mando a bautizar como “Moon light”; y en el proceso se le adaptaron unas tremendas luces Neon en los costados, a la nueva escuela de padrotes cubanos de los barrios latinos. Ya no se buscaba resaltar la clase del bote, sino su profano erotismo.
Si el Riva fuese una mujer, esta dama tuvo que soportar los malos tratos de su esposo americano y machista. Asimismo, los huéspedes le faltaban al respeto, forzaban su capacidad de tripulantes y su potencia de motores, la ensuciaban y no la limpiaban, la corrían irresponsablemente. Capitanes inexpertos metieron mano en sus máquinas e hicieron con ellas un desastre, las maltrataron sin querer y eventualmente se devaluó en el mercado; perdió brillo en el caso, las maderas se opacaron, el sol se comió el blanco de los exteriores y la sal se encargó de arruinar las pinturas. Patrick era tacaño con el mantenimiento de su yate, de por sí le parecía carísima la renta en el muelle, el combustible, el capitán y ni de diga de sus excesos.
En compañía de socios y amigos, ostentando mujeres en bikini que desfilaban por la nave, se paseaban por las playas de Miami. Patrick McKensy cerró múltiples negocios a bordo de su florida 88, brindando con coñac; otras veces, lo prestaba por un fin de semana como muestra de afecto, manipulando, persuadiendo a sus clientes; Ocasionalmente, organizó fiestas y eventos privados, cocteles, noches de blanco, orgías y otros convivios de gente adinerada. Por último, y no menos devastador para los interiores y las máquinas, cuando el Riva ya no era un objeto de glamour ni de aristocracia, McKensy le permitió al vago de su primo hermano quedarse a vivir en el yate hasta que el insecto pagara todas sus deudas. Dicho personaje, adicto a la pornografía y a la comida chatarra, a las prostitutas, a la cocaína y a las armas de fuego, jodió por completo la motores, quemó las vestiduras con cigarrillos, un día incendió las cortinas, otro desmanteló la cocineta y la puso en venta en mercado libre; se estaba hundiendo, y antes de que fuera demasiado tarde, McKensy ganó unos cuantos miles de dólares vendiendo aquel viejo y sucio Florida 88.
IV
Las mismas manos que cerraron el trato con el Señor McKensy en los restaurantes de Fort Lauderdale, se encargaron de reconstruir con profesionalismo las secciones dañadas del Riva, de pulir, de barnizar sus maderas, de pintar las paredes de las cabinas, de tallar las imperfecciones del casco y de la cubierta. De sus bolsillos, salieron los pesos necesarios para reparar los motores y el cuarto de máquinas, se cambiaron las alfombras y se revistieron los interiores con los acabados originales; centavo a centavo, se le fueron regresando a la embarcación sus años de gloria en Italia.
Víctor Conti permaneció estacionado seis meses en Fort Lauderdale en lo que reparaba con cariño su nave. Se trataba de un ingeniero brasileño, procedente de la Isla de Cozumel en el caribe mexicano. Tendría unos treinta y seis años, atlético, moreno, bien parecido, un tanto bohemio y desarreglado; pelo corto, bien pegado al cráneo. En cuanto terminó los preparativos de la nave a la que le despintó nombres ridículos y que por fin hizo libre, zarpó hacía el Caribe con la misma mirada que comparten los exploradores y los enamorados. Después de todos los pretendientes que una doncella rechaza antes de sentir un espasmo en la pelvis, como el lazo emocional entre un caballo y su jinete, semejante a la comunicación telepática entre dos compañeros de equipo, Víctor y el Riva también conjuraban su magia. Y como una pareja de recién enamorados que odia convivir en la luz pública cuando bien podría estar intimando en la oscuridad, escribieron aparte su historia.
Víctor Conti había nacido en Rio de Janeiro, el menor de diez hermanos de una familia ruidosa y alegre. Con los años, su personalidad chocó con los valores que se sentaban en la mesa todos los domingos. Estudió ingeniería química, ejerció en los corporativos farmacéuticos de la industria de Sao Pablo, se casó en una granja en Curitiba, vivió y dio clases en Salvador de Bahía; al cumplir los treinta y cuatro, se divorció del engaño y, cambiando de latitudes para escapar del dolor, aceptó una oferta de trabajo en México.
En tierra, ya fuese en Cozumel, en Playa del Carmen, Tulum o Isla Mujeres, Víctor mantenía lazos sociales que lo mimetizaban con las personas de costa; le gustaba comprar los productos frescos de los mercados de mariscos, frutas y verduras, salía a bares, jugaba al futbol en la playa, ajedrez en el parque, a veces trabajaba desde una oficina cuadrada de paredes blancas.
En el agua, Víctor prefería el silencio, el mate y la guitarra, las peguntas del alma. Podía pasar días enteros sin pronunciar pensamientos, encerrado en su mundo sonoro. Como pescador de agua dulce, un hilo y un anzuelo eran más que suficientes para cumplir su objetivo: un pez chico, de diferente especie, preparado al fogón de la cena. Víctor se rehabilitaba estando en reposo. El Riva 88 navegaba distancias pequeñas, bordeando las costas de Quinta Roo.
Aquella rutina perfumada que el tiempo disipó por el espacio, abarcó cinco veces la distancia en que la tierra vuelve a caer una vez más. Víctor Conti siguió practicando a la guitarra, rompiendo cuerda tras cuerda. A través del oído y del poder de la aislación, tocando para un público de estrellas o para una muchedumbre de agua salada, el arte de nuestro ingeniero rompía con los esquemas de la música que obedece el apetito de las masas.
De conciertos en bares, aparecieron los promotores de las disqueras. Sin buscarlo, sus composiciones terminaron sonando en todos los puertos latinos del continente americano; por Europa, se hablaba de un guitarrista pelo largo que escribía sus canciones desde la cubierta de un yate restaurado; se murmuraba de un salvaje y su guitarra, explorando los límites de la sensibilidad y de la imaginación en una permanencia por los azules del Caribe. La historia de un loco y su Riva 88 pasó de boca en boca a lo largo de las voces narradoras de epopeyas y leyendas.
V
Se continuó haciendo música a bordo del Riva 88. La fama había alcanzado a Víctor, quien utilizaba un nombre artístico para mantener anónima su realidad. Durante un verano tropical, en las playas de Ocho Ríos, Jamaica, Víctor escribía las canciones de su próximo disco. Una noche de Junio, de una chispa que abrazó las telas de una persiana, de la cabina maestra a los pisos de la cubierta, un fuego se propagó por las maderas de aquel hermoso Riva 88, incinerándolo. Víctor pudo escapar del siniestro; él y su acompañante, una chica caoba, sufrieron únicamente quemaduras de primer grado. Desde tierra, Víctor se quedó a observar como el fuego se extinguía, pese a que el viento y la lluvia golpeaban su rostro. Se despidieron a lo lejos. La siguiente primavera, Víctor lanzaría su segundo y último disco; el fuego también se había extinguido dentro de él. Regresó a tener una vida terrestre, algunos dirán que a buscar matrimonio o por lo menos un nuevo amor.
Según los expertos que la vieron antes de su cremación, aquella Riva 88 en buenas condiciones estaba valuada en siete millones quinientos mil euros. Esta embarcación atestiguó, en cada dueño que ocupó sus asientos, una perspectiva única de lo bello y trascendente. En ella, hubo una serie casi infinita de besos, de abrazos y lágrimas, de carcajadas, de emociones humanas; en sus altavoces sonaron tangos, mantras, flamencos y música andaluz, sonó rock, jazz, reggae, bachata, solos de blues; murieron personas, nacieron otras como el caso de Víctor y su guitarra; se comieron mariscos de temporada, se comió nostalgia; se compartieron momentos, mareas, dudas de amanecer e incertidumbres nocturnas; se conmemoró la amistad, las leyes de la natura y el deseo carnal; se hizo arte, se hizo paz, se hizo luz y oscuridad, y en los diálogos se escribió inédita literatura; hubo rehabilitaciones, engaños, apuestas y vicios, miradas que ya no están aquí presentes pero que palpitan con mayor fuerza en la ausencia; su subieron multitudes a vacilar y a beber, se bajaron hombres nuevos y sabios, transformados, cargando pesados costales al hombro; el verdadero tesoro es la experiencia, no la carga ni el oro; se navegó exitosamente por Europa, La Costa Dorada, el Báltico, el Pacífico y sus sucesores, por mares enanos y canales gigantes, se navegó por el ombligo de la tierra y también por su gravedad.
Las creaciones del hombre son el reflejo de una bestia que nunca podrá salir a la luz.
Escritor mexicano de narrativa breve y poesía en Pluma Forte, Editorial Orígenes y Publicaciones Trayecto.