En algún momento de mi vida me encontraba en una relación en la que la mamá de mi novia estaba muy al pendiente de nosotros. Investigaba el estado de nuestra relación y era muy atinada al evidenciar que algo andaba mal entre los dos. Después de algunos meses de necio intento, llegó el momento de una ruptura y nunca volvimos a saber del otro.
Aún con la relación en pie, algún día entre semana, su mamá había detectado una riña entre nosotros: “¡Son pareja! ¡por algo se le llama así! ¡Tienen que jalar parejo!” nos repetía como si le afectara más que a nosotros. Yo sabía que sus padres tenían problemas y que parte de esta desesperada reflexión contenía un significado adjunto, una plegaria para encontrar solución a los propios males de su matrimonio.
Debo reconocer que, en su momento, me había parecido un consejo bastante estúpido. Una suerte de juego simple de palabras que realmente no llevaban a nada. Por supuesto, nuestra ruptura vendría a confirmar que aquellos consejos simplones no habían servido de nada a una pareja que, de hecho, no tenía ninguna posibilidad de jalar parejo.
Sin embargo, los años me han traído de vuelta ese recuerdo. Me lo han puesto entre manos como si me hubiese encontrado una de esas cajitas donde algunas personas guardan sus cartas de amor de la secundaria, las fotitos de cabina con aquellos amores y amistades lejanas, los dijecitos-promesa olvidados que se quedan con los dueños equivocados e incluso papelitos con el perfume que milagrosamente sobrevive sobre su superficie. Así como esas cosas, me he encontrado aquel momento…
Jalar parejo. Lo decimos mucho. Por lo menos en México lo decimos mucho. Lo decimos porque sabemos que la vida y sus caprichos implican un peso, y que eso de hacer las cosas con la fuerza conjunta es la solución ideal. Quizá no era tan simplón el comentario de mi otrora suegra. Quizá debía poner más atención a la importancia de plantearse si trabajar juntos era algo viable. Claramente no lo fue, y ahora no tengo ni idea de qué ha sido de su vida y estoy seguro que ella mucho menos de la mía.
Por supuesto, después de ella hubo otras relaciones. La conclusión común entre todas las rupturas fue que ninguna de ellas funcionaría si no jalábamos parejo. Y fue precisamente la falta de ese esfuerzo la que coloca todas estas conexiones en mi pasado. Pasó demasiado tiempo, e incluso admito tardanza, para que me diera cuenta de que el esfuerzo conjunto no solamente afectaba la vida amorosa, sino también las amistades, las relaciones familiares y hasta el trabajo. Recordé cuando me burlaba de los reconocimientos que le pegaban en el cuaderno a los lambiscones de primaria por “trabajar en equipo”, los odiosos trabajos en equipo con los que insisten los maestros en la universidad y las ridículas campañas internas que ayudé a coordinar cuando trabajé en Recursos Humanos. Para mí, jalar parejo no solamente era innecesario, sino que me parecía estúpido.
Un día volteé y no había nadie. Había sido uno de los alumnos con más amigos en la escuela y ahora todos estaban casados y yo no me había ni enterado del noviazgo. Las numerosas fotografías en Facebook de mis amigos con sus manadas homogéneas y sus anuncios de puestos nuevos en empresas donde conocían (aún más) gente nueva , contrastaban con mis selfies depresivas y mi orgullo como freelancer. Aparentemente sin relación con este resultado, mi preferencia por el camino solitario me había llevado a una dolorosa situación de distancia con mi propio mundo. Una distancia que aún experimento y padezco.
Siempre me jacté de poder resolver las cosas solo…y aún lo hago. Honestamente, el rechazo al trabajo en equipo y la convivencia constante no vino de la nada: siempre reconocí un ritmo diferente en mi forma de sentir, trabajar y procesar la vida. Siempre que me asignaban un trabajo en equipo le ofrecía a mi equipo que me dejaran todo y que se despreocuparan, y cuando alguien no estaba de acuerdo con esta propuesta, simplemente procuraba trabajar en equipo lo menos posible. Probablemente habría reconocido esto como un problema grave si esta forma de trabajar y vivir resultara en el encuentro con malas situaciones o si hubiera notado que era el único con ese «capricho», pero muchas personas que conozco, incluso mis amistades más íntimas, como yo, son personas que prefieren bailar solas.
Sin embargo, hay una mayoría…siempre hay una mayoría. Lamentablemente para muchos, aunque sin generalizar, este grupo mayoritario es el que cree y opera con estructura, reglas, horarios y una imperativa necesidad de repartir las tareas,; además, una gran parte de las cosas que definen a las personas más estructuradas y que trabajan en equipo se consideran como cualidades, mientras que muchas prácticas de aquellos que juegan bajo sus propias reglas y confían más en el viaje solitario pueden considerarse como disfuncionales.
Hace algunos días platicaba con mi estimada Andrea Valdés, gran amiga y colaboradora en Pluma Forte. Hablábamos de la necesidad por un cambio social. Yo le comentaba que me parecía difícil el cambio social porque la sociedad está segmentada. No es el hilo negro, no es ni siquiera un pensamiento profundo o intelectual, pero quizá se nos olvida demasiado pronto que jalar parejo es una especie de utopía inocente. El problema está en que la solución siempre está enferma: todo se arreglaría si trabajaramos conjuntamente, pero no todos son motivados por lo mismo y, por ello, la dirección colectiva va perdiendo su sentido original de manera natural.
El problema de ideal de la lucha conjunta es la individualidad. No somos hormigas, ni abejas, ni avispas: somos humanos que son motivados por una amplia variedad de visiones y metas. Suficientemente difícil es encontrarle motivo a la vida como para además desear que todos compartan la misma visión. Es precisamente esto último lo que nos aterra: si encontramos un motivo en la vida, que los demás no lo compartan nos hace dudar de nuestros motivos personales. Eso nos da miedo, nos enoja, nos deprime.
Esta reflexión no resuelve nada. Jamás intentó hacerlo. Se trata de poner sobre la mesa la complejidad de jalar parejo. Se trata de recordarnos que, en cada colectividad existen, por lo menos, dos individualidades. En el amor, la política, la guerra, el comercio y toda actividad característicamente humana, siempre existe el reto de lidiar con las diferencias.
Quizá el acto colectivo exitoso solo se logra renunciando al llamado ego pero, muy cerca de él, o incluso dentro de él, se encuentra depositada una mentira que preferimos repetirnos para hacer la vida más llevadera: creemos que sabemos quienes somos y qué queremos.
Escritor e Ilustrador mexicano. Apasionado del arte y el psicoanálisis, es el Director y Editor general de Pluma Forte.
Ha colaborado en medios impresos como Consultoría (CNEC), Fortune, Expansión (RevistaObras), así como radio y televisión en Grupo Fórmula. Fue locutor titular de «Culto a la Cultura» (ADR Networks). Está certificado como Health & Wellness Coach (AFPA) y tiene un proyecto de consultoría en salud y bienestar.
Por su trabajo como ilustrador, fue incluído en el libro «Pictoria Vol.3: The Best Contemporary Illustrators Worldwide» (Capsules, 2019), trabaja de manera continua en su obra creativa y actualmente prepara su primer libro, una colección de cuentos.