Hace unos días, mi padre nos contó un chiste:
Durante la Revolución Mexicana, un grupo de bandidos llegan a un pueblo. Vienen armados y ebrios. Los asustados habitantes del pueblo saben que sucederá algo terrible y, desesperados, buscan salvar causas ya perdidas. Entre ellos, la cariñosa dueña de un periquito decide esconder a la mascota dentro de sus calzones.
— ¡Ahora sí!- dice el líder de los bandidos- ¡Vamos a llevarnos todo el dinero y vamos a matar a todos! ¡Hasta al perico!
Nauseabundo, y batiendo fuertemente sus alas, el periquito sale de su escondite para rendirse ante los bandidos:
— ¡¡PREFIERO LA MUERTE!!
Desde la infancia, he sido testigo de la maravillosa capacidad que tiene mi padre para contar un chiste. Lo cuenta actuando a cada uno de los personajes, creando tensión en momentos clave y haciendo gestos faciales que acentúan la comicidad del relato (quizá es por eso que, ahora que escribí el chiste me pareció considerablemente menos gracioso). En numerosas ocasiones, lo he visto secuestrar la atención de grupos enteros, no solamente con chistes, sino con brillantes intervenciones cómicas que se le ocurren de un momento a otro. Sin embargo, ha llamado mi atención que, en los últimos años, el acto de contar un chiste es cada vez menos común. Hoy en día, por supuesto, la mayoría nos servimos del dichoso meme.
El término meme fue acuñado por el biólogo evolutivo británico Richard Dawkins, en su aclamada obra “The Selfish Gene” (El Gen Egoísta,1976). Se refiere a “unidades de transmisión cultural” que pueden replicarse de modo similar al de los genes. En la cultura del internet, el meme es una especie de plantilla: es una unidad, comúnmente gráfica, que puede transmitir diferentes mensajes al ser adaptado. Todos hemos recibido o nos ha sido mostrado un meme, todos sabemos cómo funciona y cómo nos puede hacer reír y sabemos que el meme no se narra, sino se muestra.
Por algo se dice “contar un chiste” . Algunas generaciones, particularmente anteriores a los boomers , suelen llamarle «cuentos» a los chistes (“¿Ya te sabes el cuento de Pepito?…”). En efecto, contar un chiste es un acto narrativo: hay escenarios, personajes, acciones, diálogos y etapas que llevan a un final o a una serie de revelaciones graciosas. Así como un buen cuentacuentos, se requiere de un gran cuentachistes para lograr el estallido de la carcajada que tanto deseamos liberar y, para ello, se requiere el dominio de ciertas técnicas que se aprenden con la imitación, la experiencia y la creatividad. No hablamos del stand-up, que es un monólogo cómico, sino específicamente de la técnica de narrar o contar un chiste.
Así como los niños pasan por una etapa en la que hablan con un marcado acento de sus respectivas regiones, hay otra etapa en la que les interesa mucho contar chistes. Quizá hacemos estas cosas como parte de nuestro desarrollo porque son formas de buscar pertenencia a la comunidad: escucharse como aquellos que nos rodean y provocarles risa son indicadores de que vamos muy bien en nuestra misión de ser incluidos en nuestra propia manada (¡incluso en la sociedad!). Mi caso no fue la excepción: recuerdo que, muy interesado en probarme frente a familiares, conocidos o incluso en el salón de clases, mis padres me regalaban, con cierta periodicidad, libros de una colección llamada “Los Chistes Favoritos de los Niños” (Editorial Selector). Con cada adquisición, sentía que me había hecho de un arsenal de nuevos relatos para hacer reír a la gente. Muy pronto aprendí que leerle chistes a alguien no produce el mismo efecto que contarlos, y hacerlo con técnica: cuidando la entonación y actuación, en un auténtico performance.
Las recopilaciones de chistes tienen una larga historia. El Filógelos, por ejemplo, es la recopilación de chistes más antigua conservada (alrededor del s. IV), contiene alrededor de 265 chistes y su recolección se ha atribuido a Hierocles y Filagrio. Por supuesto, así como las recopilaciones de cuentos no contienen todos los cuentos, las recopilaciones de chistes representan solamente una pequeña porción de los relatos humorísticos que circulan entre culturas y generaciones. Por ello, habrá que considerar el chiste como herencia y tradición oral, y que una porción de este patrimonio cultural peligra ante la aparición de nuevos formatos para el humor.
Hoy en día, contar un chiste es muy difícil. La gente ya no está preparada para ese mágico momento en el que un sujeto, armado con su talento y creatividad, se transforma simultáneamente en cuentacuentos, actor, comediante y hasta caja de efectos de sonido. Lamentablemente, contar un chiste, sobre todo entre generaciones más jóvenes, es un fracaso casi garantizado: la situación se ha vuelto incómoda y dista de ser bienvenida. No solamente nos estamos olvidando de cómo contar chistes, sino también de cómo escucharlos. Quizá podamos contar un chiste exitosamente y provocar la risa de nuestro público, pero algo grave sucedió con las dinámicas sociales de la actualidad, que hizo de estos momentos situaciones menos placenteras y menos comunes, olvidando su importancia y acortando su permanencia.
Es más común—y cómodo, por supuesto—que alguien nos comparta un meme, nos enseñe la pantalla de su celular (a una distancia desafortunada para miopes) o, si bien nos va, nos preste el aparato por escasos segundos para contemplar algo horrorosamente fugaz. Pasamos del “voy a contarles un chiste” a ser interrumpidos por un “¿ya vieron este meme?”.
Parte de la elegancia del chiste es que nunca se hace esperar, pues inmediatamente comienza la puesta en escena de quien lo anuncia, seguido de un grupo que se prepara para ponerle atención; el meme, en cambio, puede hacernos esperar en ridículo silencio, mientras alguien lo busca entre sus archivos recibidos en Whatsapp, no sin antes sacar el celular de su bolsillo, desbloquearlo.. y todo ese tedioso ritual en el que «el público» nos quedamos observando como estúpidos. El chiste impulsa la conversación y la nutre, mientras que el meme interrumpe la dinámica social y la somete a un humor que, aunque ofrece cierta universalidad, no tiene un mensajero, una voz, una interpretación o espacio creativo para quien lo transmite. El meme es humor inanimado, la narración del chiste es el humor interpretado y expresado. El chiste tiene alma, el meme nunca la busca.
Está claro que los medios de comunicación digitales han tenido un fuerte impacto en las dinámicas sociales del mundo real. Escondernos detrás de las pantallas ha generado un fenómeno peculiar: podemos aparentar ser las personas más sociales y seguras de sí mismas en nuestras redes sociales, cuando en realidad somos personas introvertidas e inseguras en la vida real. Tal vez, la posibilidad de crearse estas falsas identidades en estos medios haya evitado nuestra exposición a (más) situaciones sociales incómodas, obligándonos a ganarnos un lugar y un estatus entre nuestros grupos sociales con determinadas habilidades, ejercitadas solamente con la práctica. Como ya lo comentamos, la demostración del humor es una importante categoría entre estas habilidades, pues permite que una persona rompa la tensión de un conflicto, le agrade más al grupo, se le reconozca una mayor inteligencia, reciba más atención e interés y se perciba como una persona cómoda en situaciones sociales, una de las características más destacadas de los miembros dominantes de cualquier grupo.
Alguna vez, en sexto año de primaria, presenté una especie de rutina cómica frente a mi salón a la hora del recreo (no podíamos salir porque, como comúnmente sucede en la Ciudad de México, había contaminación ambiental). Adaptando por aquí y por allá algunos chistes de mis libros, logré sostener las carcajadas de mis compañeros y, por un rato, les hice olvidar que no habíamos salido al patio a jugar fútbol. Una semana después, fui electo presidente de grupo: seguramente el salón sería más divertido y habría menos tarea si me ocupaba del cargo, así que la mayoría votó por mí en el «día de elecciones» (habría que investigar un poco más sobre los orígenes de nuestro criterio democrático). No estoy diciendo que la demostración de mi humor me haya posicionado como un alpha en la sociedad, pero no puedo ignorar que siempre me ha posicionado en lugares centrales y de confianza en los grupos a los que pertenezco.
Hay que considerar la velocidad y condiciones de propagación del chiste, contra aquellas del meme. El meme siempre será más rápido que el chiste, pues navega en su natal web, pero siempre será más fugaz en la memoria; mientras tanto, el chiste narrado, cuya propagación es más lenta de boca en boca, sobrevive por generaciones, modificándose y adaptándose en una especie de selección natural. Debemos mencionar también que, gracias al fenómeno globalizante del internet, la homogénea cultura pop se propaga con menos límites culturales, lingüísticos y/o estéticos. En otras palabras: el chiste es más longevo, pero se enfrenta a fronteras muchas veces superadas sin esfuerzo por el meme.
Contar chistes no es una práctica extinta, pero definitivamente ha perdido fuerza. Algunos programas de TV en México,principalmente dedicados a darle lugar a los cuentachistes, han perdido relevancia y han sido cancelados: es el caso de “Humor es…Los Comediantes”(1999-2001) en el Canal 2 y, más recientemente, “Guerra de Chistes” (2008-2017) en Telehit. Aún existen quienes mantienen viva la práctica, como los payasos de profesión o comediantes como Polo Polo, Jorge Falcón y Teo González, pero habrá que prestarle atención al hecho de que son pocos los cuentachistes conocidos que pertenecen a generaciones posteriores a la generación X (1965-1980).
Es cierto que el mundo de la comedia y el humor está bastante vivo. En los últimos años hemos presenciado la proliferación de los comediantes millennials, el boom del stand–up (así como todos tienen Facebook parece que ahora todos tienen una rutina y una segunda vida como comediantes), la nueva era de Comedy Central, los videoblogs y los sketches en Youtube y los nuevos formatos de humor fugaz que ofrecen plataformas como Tik Tok o Instagram. Sin embargo, el acto de contar un chiste es cada vez menos común y es una pérdida terrible, pues tiene (y siempre tendrá) un papel importantísimo en nuestra dinámica social y en nuestro desarrollo personal, emocional y psicológico.
Extraño contar chistes y que me los cuenten. Echo de menos la atención que la gente le daba a quien se atrevía a narrarlos y la risa simultánea del grupo (ahora, parece como si se turnaran para reírse, porque se van pasando en hilera el celular que muestra el meme). Hoy en día se ignora el silencio en una mesa con la distracción del celular. Prefiero las mesas en las que el silencio incómodo puede ser interrumpido por un chiste y donde las pláticas no son interrumpidas por un meme . Extraño poder comparar los numerosos estilos narrativos de quienes contaban un chiste conocido: aunque lo hemos escuchado, hay gente que lo puede interpretar con tal creatividad, que es como escucharlo nuevo, fresco y mejorado.
Sobre todo, extraño esa bella sociedad que aún se veía a los ojos, que se sentaba a comer y estaba ahí, que se divertía y se aburría en grupo y que festejaba, de vez en cuando, una pequeña puesta en escena en busca del agrado de los demás y la carcajada victoriosa: el viejo arte de contar un chiste.
Escritor e Ilustrador mexicano. Apasionado del arte y el psicoanálisis, es el Director y Editor general de Pluma Forte.
Ha colaborado en medios impresos como Consultoría (CNEC), Fortune, Expansión (RevistaObras), así como radio y televisión en Grupo Fórmula. Fue locutor titular de «Culto a la Cultura» (ADR Networks). Está certificado como Health & Wellness Coach (AFPA) y tiene un proyecto de consultoría en salud y bienestar.
Por su trabajo como ilustrador, fue incluído en el libro «Pictoria Vol.3: The Best Contemporary Illustrators Worldwide» (Capsules, 2019), trabaja de manera continua en su obra creativa y actualmente prepara su primer libro, una colección de cuentos.