Hay miradas que me tienen pensando, como la magia negra de un poema que se estructura en un segundo lejos de mis manos. Estoy estancado en sus miradas y en la mía, en el confuso hecho de vernos a los ojos y saber que existimos.
Entrando a un espacio atiborrado, el vagón de un metro, por ejemplo, las miradas nos voltean a examinar en un súbito reflejo, el cuerpo, la cara, y la persona que llevamos adentro. Miradas que te regañan y te exigen cambiar tu actitud, ¡quita esas manos de mi pierna! , ¡tenemos que hablar!, bésame, me pones nerviosa, (no) quiero que te vayas. Ya en el tema, hay miradas que te seducen, empezando por la boca y terminando en la frente, que te movilizan a cruzar un pasillo con las manos sudadas, para así iniciar una conversación de vocablos erráticos y nerviosos , una línea recta, un semicírculo hacia el placer, hacía una cadena de eventos que te cambian. Una mujer, un hombre y las miradas de ambos. Eso es todo.
Miradas de lujuria que se transportan con el aire a desabrochar un vestido, otras miradas usurpan faldas, pantalones y blusas, acarician indiscretamente la piel expuesta, aunque a espaldas de los invitados, a plena luz pública del coctel empresarial. Miradas que van y vienen del otro lado del vestíbulo, de la mesa, del salón; vestidos de lentejuelas y arracadas, perfumes de mentas y olores frutales, inclusive más memorables para el subconsciente que la personalidad o la voz. Ese tipo de miradas…
Me intrigan las miradas que se olvidan de que existen, que se sientan sobre el diálogo a tomar un café, que se comunican durante una vuelta por el parque de la cuadra, platicando sin observarse, abrazados a las sonidos que responden, y que huyen hacía universos más agradables mientras sus lenguas y sus oídos se acercan a un paisaje común: las palabras.
Miradas honestas, miradas que cuelgan de una sonrisa o que se desprenden de una nariz. Miradas enfocadas en la música, y los dedos que las siguen bailando después de años de practicar semejante tarea. ¡No es nada fácil seguir a las miradas!
Miradas criminales, vertiginosas, moviéndose lateralmente como la alarma roja de un banco. Miradas intelectuales y refinadas, otras primitivas que buscan noche para prender un fuego en la tierra, que ven el río como un occidental se baña con agua caliente en la regadera.
Corren libres y desnudas las miradas de unos fotógrafos que no conocen de reglas visuales. El tipo de mirada salvaje y rebelde suele pintar con talento las locuras más ordinarias, aquellas que con tiempo, luz y temperatura, rescatan la importancia de la perspectiva que se instala enfrente de la calle, parada en un rincón, esperando su transporte de regreso a casa. Miradas que escribí y miradas que he perdido, miradas que recuerdo y que he guardado en mis escritos.
Necias, impotentes ante sus músculos faciales, algunas miradas observan lo que más les duele, constante recuerdo casi tangible de una tristeza; también, existen las cobardes que evitan voltear a los lados o hacia atrás, que ignoran con facilidad sus hechos tenebrosos. Sueños reprimidos que se escurren de una mirada cansada que bosteza, pesadillas provenientes de miradas ansiosas que no dejan de dar vueltas.
Las miradas son selectivas, sabias, duermen y despiertan, necesitan alimento, se ejercitan; lagrimas que interfieren con el enfoque de la pupila, tardes bajas de viento nostálgico, esas también ven aunque uno no lo quiera. Cada mirada es única, a diferencia de todos los hombres que somos iguales. Definitivamente no todas las miradas pertenecen a un progenitor; hay miradas que se escapan de su creador para volverse parte del mundo, ya sea en cuadro, en una actuación, en una música, en un grafiti o en las páginas de un libro en latín, fuera de época, que se humedece en las esquinas de una biblioteca de un barrio olvidado. Miradas en poemas perdidos en servilletas.
Terminaré, como si fuera poco, pensando en las miradas masivas, las cosmovisiones que levitan sobre la atmosfera del horizonte, los dichos, las moralejas y las epopeyas, las noches tristes, los sarcasmos familiares, las banderas, las letras, los ritos, los poemas del hombre que se recitan por obligación en las escuelas; esas, también son miradas.
Grupos importantes de miradas prevalecen al tiempo, como un lenguaje o una matemática, una expresión que da una patada al vacío buscando explicaciones para esta unánime realidad. Miradas que miran a través de un microscopio, miradas que analizan la luz y la sombra de los astros, cuentan las estrellas inalcanzables porque de alguna manera adoran la magia, o bien dicho, el conocimiento. Miradas que inventan, invenciones que matan o que hacen vivir; libros y miradas que interpretan, fantasía que cobra sentido cuando una mirada les ofrece una voz; las miradas pintan con unas manos prestadas, corren sobre el jardín con las piernas del cuerpo, gozan del placer a través de la boca, y tenemos el presentimiento que, mientras nos encontramos dormidos en un sueño ficticio, ellas florecen en la fertilidad del cerebro. Las miradas, fuera de lo mencionado, son independientes y nómadas, no tienen memoria, y así como llegan en un episodio de luz, están destinadas a marcharse en instante de oscuridad. Nadie sabe a ciencia cierta a dónde se van las miradas.
La luna rebota en los ojos de un gato que juega de noche; el bosque se ha colapsado en lo que es ahora: un desierto de miradas. Y yo me pongo a pensar, ahí, sólo y friolento, entre pinos y sonidos discretos, suspiros y exhalaciones, donde nadie puede verme ni escucharme, lejos de mis compañías más sensatas, pero cerca del agujero donde nace la magia negra de un poema estructural, me pongo a pensar que alguien me está mirando. Y no escapo de esa noción, sino todo lo contrario, me acompaña.
Escritor mexicano de narrativa breve y poesía en Pluma Forte, Editorial Orígenes y Publicaciones Trayecto.