El Señor H

El señor H, conocido por sus familiares como Harald, tiene las llaves que busco escondidas en el interior de su casa, encima de algún mueble, en algún cajón secreto. Es viejo, barba blanca, caminar tropezado, mi silencioso vecino el señor H. Cuando salgo hacia el trabajo, por ahí de las 9 am, y cuando regreso, por ahí de las 6 pm, encuentro al señor H observando el bosque y la ciudad desde su ventana; una nostalgia de género cronológico entra a mi pecho como un aire, me quedó unos minutos a espiarlo amistosamente en lo que fumo. Casi podría jurar que sonríe, pero está enfocando la mirada a los árboles, a una nube, a la luna o a las personas que caminan por la calle. La tristeza y la locura, juntas de la mano como una pareja de bailarinas que se presentan en un auditorio, se instalan en esos ojos que se comen el mundo desde el cautiverio de su vejez.

Nadie dijo que la muerte fuera fácil. Camina con trabajos sobre el empedrado, sufriendo cada uno de sus pasos, saludando a los vecinos con una sonrisa demente y una adolorida joroba. Nosotros, la comunidad de vecinos del 1605, solemos ayudarle en lo que necesite, pues está solo y lentamente empieza a olvidar su pasado. He cruzado la calle con Harald, he llevado sus bolsas del mercado hasta su cocina, hemos charlado por encima y hasta ahí; hay algo muy evidente que le impide hacer contacto formal con los demás, una tara muy especial, una miopía, una cortina. 

Amable y tierno, bien vestido, el anciano sale a caminar despacito por los jardines de la privada, a volver a entender los colores de las rosas y los cantos de los pájaros y los montes que encierran el cuadro; a veces se pierde y alguno de nosotros lo regresa hasta la casa correcta; en ocasiones, llega a ser grosero más no rechaza la ayuda. Corre dando pacitos y te azota la puerta en la cara dándote las gracias. 

Necesito las llaves que reposan en la casa de Harald, es personal. Podría pedírselas por favor, cierto, eso sería lo correcto, lo prudente, lo honesto. Pero… ¿para qué dar explicaciones cuando puedes desaparecer la información como un fantasma que de verdad muere? ¿Para qué? 

A veces me pregunto si él sabrá que las posee o si pueda entender el tesoro que guardan esas llaves de cobre, las puertas que abren o que también pueden cerrar. No serán hechos que confiese por escrito, sin embargo, he aquí esta historia. 

Platicaba con Marta, la vecina de la casa tres, que el estado psicológico del señor H se viene abajo durante los inviernos y las fiestas navideñas, la senilidad vencía a diario una parte de su consciencia. No engañaba a nadie, el señor H estaba confundido, aislado en sus pensamientos de viejo, repitiéndose a sí mismo un secreto intraducible. No nos quedó de otra más que confiar en las benevolencias del tiempo, que los familiares de Harald respondieran a su auxilio. 

Los últimos días, el señor H gritó en las madrugadas. Vivimos en una pequeña privada de una zona boscosa: todos hemos escuchado el pánico y horror que expulsaban los pulmones del colérico anciano. ¡Atroz!, difícil de entender una pesadilla, un ataque de pánico o una borrachera de aquellas magnitudes, de aquella angustia encerrada. Nadie llamó a la policía, supongo que todos dimos por hecho que se trataba de un sueño vívido y extremo; yo mismo he ido a tocarle la puerta para verificar que estuviera bien; me abrió en bata, atarantado, casi sonámbulo. _ ¿todo bien, señor Harald? He escuchado gritos, fuertes gritos que provenían de aquí._ Tardó en responder, y cuando lo hizo, me incliné a escuchar sus palabras entrecortadas._ Todo bien, joven. Yo no he escuchado nada. _ Si mal no recuerdo, esta vez, cerró la puerta hospitalariamente y me dio las buenas noches. 

Comentaba con José María, el de la casa uno, lo mal que hemos visto al susodicho, lo triste y deprimido de su semblante. Lo acompaña un desasosiego tremendo, se le caen los ojos y la mirada, su poca voluntad por moverse extraña a los demás. Hemos contado los días, y todos creemos que no está alimentando y que la situación alcanza una severidad preocupante, pues, el Señor H empeora en las noches. ¡Está sufriendo! 

Empiezo a hablar con vecinos, me pongo de acuerdo con José María, Marta, Patricia, Santiago, la mujer gorda de la uno y el señor Bolaños, para hacer una necesaria intervención al señor de la casa 6, Harald. Nos coordinamos en la comida anual del condominio, entre todos los respectivos conocidos. Se articulan detalles, unos participan por solidaridad, otros por morbo. 

Un día antes de hacer la movida, durante la madrugada, el señor H se levantó sonámbulo de sus atormentados sueños y se escapó de la privada en una confusión deliberada; caminó en círculos debajo de una lluvia ecuatorial que impedía una alta fidelidad por parte de las cámaras (circuito cerrado) que grababan. Con la ayuda de alguna macabra y siniestra técnica, abrió el candado de la puerta del bosque y se escabulló en las sombras que caen en precipicios que los locales nombramos barrancos. Las huellas cuentan una historia después de que las cámaras pierden la pista: el señor H tropieza con una rama, con una piedra o con el aire, cae rodando y la tierra amortigua la caída. Sobrevive. 

Mi teoría dice que el Señor H ha despertado para este punto, golpeado, mojado, con frío por la temperatura y por el miedo. Si recordara cómo ha llegado ahí, quizá, podría intentar subir la empinada resbaladilla que lo aleja de casa, pero prefiere seguir el camino del río. Aturdido, el señor H tarda horas en recorrer los senderos, desmayándose en el proceso múltiples ocasiones. Evidentemente, los golpes de las caídas no lo mataron; se siente enfermo, un tanto anormal, como si lo hubieran drogado. Tarda horas en salir a un callejón de la calle de Rue, y bueno, esa parte ya nos la ha relatado la policía. 

El señor H salió a la civilización en plena madrugada. Lo asaltaron y lo mataron, un cuchillo le infligió una herida superficial pero suficiente para ser mortal. Se sospecha que puedo haberse metido con las personas equivocadas; un mal momento en un terrible lugar. Entré esa tarde, antes de que llegase la tormenta, a cerciorarme de agarrar mis preciadas llaves. Me fue fácil encontrarlas. La casa de Harald estaba abierta antes de que yo llegara, y, al hacerme cargo de todo, la dejé cerrada…