I
Cruzado, estacionado en una esquina solicitada, un joven policía observa el entorno de noche; carros pasan por la avenida a altas velocidades, pero el cielo, los árboles y los peatones parecen estar sujetos a otros tiempos.
Las reglas dentro de una cabina de taxi, por decir un ejemplo, no son las mismas reglas que las de una patrulla, un callejón, una carretera o una oscura esquina de barrio. El funcionario público concentra su vista en los pocos sospechosos que caminan deliberadamente a esas extrañas horas, en esos sitios llenos de peligro. El bosque ha atraído figuras criminales, encubriendo sus fechorías tras amplias ramas y pinos.
En la patrulla, un clásico Tsuru, un arma de fuego y un palo lo cuidan del crimen, por lo que se aferra a ellas con devoción ansiosa. Le sudan las manos, el cuerpo. El radio suena la jornada completa, informándole de las extravagancias que suceden en la noche: Polanco, un asalto a mano armada, balazo a quemarropa, un muerto, tres testigos, una grabación del hecho; Valle centro, robo habitación, cinco sujetos irrumpen una casa en plena cena familiar, usando la violencia física y psicológica; Tepito, balacera entre bandas criminales, probablemente narcotraficantes, deja un saldo de cinco muertos y tres hospitalizados; Reforma, conflictos relacionados a la prostitución y a la venta de drogas: una sexoservidora es golpeada por tres hombres en traje; riña de gran escala en Cuajimalpa, dos uniformados heridos y seriamente brutalizados por algunos manifestantes religiosos y fanáticos.
El patrullero escucha inquieto la severidad de las cosas que pasan cerca de él. Hace frío, es diciembre y se sienten los aires de invierno. La luna de esa noche básicamente alumbra el poniente de un blanco magnético. La esquina está rodeada por bosque; el bosque da entrada y salida a sombras que van y vienen; él sospecha de todas.
A una hora el flujo vehicular equivale al silencio. La luz de luna ya no es recta sino angular. El policía sale a estirar las piernas y a fumar un cigarrillo, simplemente a hacer presencia en la calle. Fumando, pensando en su futuro como protector público, se imagina las peores atrocidades a las que la fuerza lo obligará a enfrentarse hasta jubilarse o hasta acabar con su vida. Se imagina matando asesinos y ladrones, aunque en el fondo huye de ellos por temor o inteligencia.
La radio se ha callado por minutos. Nuestro hombre comienza a notar que hay alguien en las orillas de lo visible: un espectador. Quieto, callado, a lo lejos un encapuchado comparte la calle con el joven policía. El silencio de la avenida radica en todo lo que se escucha pero es innombrable. Le sudan las manos y, por supuesto, algo en su pecho ha cambiado. Ahora el entorno pesa como si la realidad impactase sobre el rostro.
II
Han pasado horas desde el incidente de su imaginación. La presencia de la madrugada se siente como la mirada de una persona indiferente. El vaho atraviesa el bosque en forma de nube, paralizando a los pájaros y a las ardillas. El policía mantiene su guardia, su posición en la enorme ciudad, pareciendo una diminuta luciérnaga huyendo de un espacio cerrado. El sujeto que lo veía fijamente desde la otra esquina, o se metió de nuevo al parque o resultaba un producto de sus inseguridades plasmado en sombra a lo lejos; se tranquilizó platicando con sus amigos por teléfono, dio un rondín por la colonia para vigilar pormenores, sosteniendo el arma de fuego con un vigor un tanto sexual, ansioso como un adolescente virgen.
Finalmente regresa a su esquina. Todo tranquilo: mínima es la cantidad de coches que circula a esas horas, ningún peatón, ningún conflicto, ningún grito de auxilio, pero, escuchando de nuevo su radio podría sospechar que sí malhechores. No se sabe cómo la ansiedad se manifiesta en efecto bola de nieve, imparable, fenómeno recurrente entre soldados, vigilantes, policías, veladores y adictos a las drogas. El policía vuelve a comenzar a sudar frío, podría jurar que acaba de volverse a encontrar con la mirada a un grupo de sujetos que lo acechan detrás de la oscura cortina de árboles. El corazón ahora también juega en su contra, latiendo hasta enloquecerlo por completo. No es la primera vez que esto le pasa en las noches invernales, así que empieza su ejercicio mental que controla. Es inútil. Tendrá que esperar a observar y sentir los efectos colaterales de sus propios engaños; se creyó su cuento, su absurdo momento de euforia y de miedo. Las sirenas empiezan a sonar cerca de la zona, y todo cambia en un instante.
III
El uniformado corre persiguiendo su instinto por las sombras del parque. Las sirenas están más cerca, presentes, alumbrando los concretos de rojo; y la luna y su aurora agitando y acentuando los eventos de esa madrugada.
Sofocado por el aire helado en su pecho, el policía descansa en el punto más lejano a la calle dónde los árboles y la oscuridad se le unen. El parque se transforma en bosque. La cabeza, aunque le da vueltas, sigue imaginando pero también mantiene su concentración en el enemigo, cuyas piernas se alcanzan a divisar como gatos silvestres que juegan.
El creería que el enemigo lo había impactado con los puños, cuando en realidad fue una rama de árbol lo que lo mandó directo al piso: lo que lo puso a soñar. Las sirenas policiales han desaparecido como consecuencia casi mágica. El hombre reposa en el suelo, tristemente invertido en otra memoria; su rostro escurre sangre de una herida aparatosa: un corte en la nariz y seguramente una fractura desfiguran su cara.
Es verdad que la noche en algún momento a todos nos habla. No es normal la cantidad de locos que brotan cuando la luz ya no está ahí para acompañarlos en sus miles de indecisiones diarias. El sol siempre perderá contra la oscuridad; y en el caso del policía nocturno, la imaginación le ponía el pie sobre acantilados a los que él solamente tendría que caer una única vez. Y así funcionan los barrancos, las grandes alturas, los amores y los terrores, son absolutamente letales. Se necesita una caída: un segundo de desgracia.
El Tsuru quedaría abierto hasta que la pila de la radio termine por dar electricidad a ese momento de noche. La avenida no es ni más ni menos segura de lo que era antes, sigue tan tranquila que da miedo. Posiblemente, el policía despierte confundido, atarantado, y la luz del nuevo día le enseñe el camino sobre la bruma.
Si se llega a quedar dormido en un nunca despertar, significará que sus heridas lo mandaron directo a una dimensión desconocida pero común para todas y todos los terrícolas. Ya no será necesario que emplee el pensamiento en contra suya. Pues ya no hay estática y tampoco ya hay vida.
Escritor mexicano de narrativa breve y poesía en Pluma Forte, Editorial Orígenes y Publicaciones Trayecto.