Doce patas y dos pies desplazan a cuatro cuerpos lentamente. Muy lentamente. Uno es humano, tres son perros. Los cuatro cuerpos son viejos, excepto uno: un cuerpo de perro, que está arqueado, con la lengua seca , con los ojos blancuzcos y los pelos opacos.
La manada se desplaza en clave: los tres viejos dan quince pasos de humano, y el perro anciano solo da ocho antes de detenerse, como si se le enredaran más de dos partes del cuerpo que no deben ir juntas jamás. El humano se le acerca, lo mueve un poco y el animal arqueado, como si su columna estuviese a punto de tirar una flecha al cielo, da el primero de los siguientes ocho pasos antes de que vuelva el espasmo muscular.
El humano camina a su propio ritmo. No espera al perro anciano, que ya no hace contacto visual con su manada heterogénea, sino que trae la mirada perdida, como si cada pequeño movimiento requiriera de su concentración y, al mismo tiempo, no tuviera la capacidad de concentrarse en lo absoluto. El bípedo regresa a animarlo. Realmente a animarlo, porque parece que en cualquier momento el perro anciano se va a ir de lado, tieso como una de esas piñatas de caballito que venden el 5 de Mayo en Estados Unidos. El humano parece impaciente, pues atiende un momento al perro más lento brevemente para después regresar a su velocidad humana.
En este momento, todos caminan justo enfrente de una tienda de mascotas. Imágenes de cachorros adorables o perros jóvenes y atléticos invitan a entrar a la tienda. Ninguno de los modelos se parece a los viejitos, que algún día fueron cachorritos, otro día fueron fuertes y otro día dejaron de serlo.
Muchos pasos después, la manada de viejos se encuentra junto a la camioneta en la que viajan los cuatro. Todos están ahí, excepto el perro anciano, que va a medio camino: se ha pasmado de nuevo. Se abre la cajuela y el humano toma tres platos de metal y una botella de plástico con agua. Les sirve agua a los dos viejitos más veloces y se acerca con el último plato al perro anciano, que no ha podido superar su espasmo, por cierto, silencioso. No emite ningún sonido de dolor ni hace un gesto de sufrimiento; más bien parece que se toma su tiempo, que acepta sus límites.
“Véngase papito, usted puede.”
El hombre le ha traído el platito con agua. El perro anciano supera su espasmo y da unos modestos lengüetazos al plato. A partir de este momento, el hombre, que de cerca se ve más viejo, acompaña al perro anciano en cada una de las pausas, ofreciéndole agua en el plato que ahora carga y emitiendo palabras de aliento. Se alcanza a ver un ligerísimo meneo en la cola del perro anciano que, a pesar del arco que hoy dibujan sus vertebras, hace un esfuerzo para lograr el contacto visual con su humano.
Los dos perros viejos suben a la camioneta. Aunque les cuesta mucho trabajo y ensayos, aún pueden dar ese saltito tan útil. El perro anciano ha logrado desplazarse hasta la camioneta. Su humano, orgulloso, lo carga y lo llena de besos.
“Ya llegamos, viejo. Ya llegamos”.
El hombre abre la puerta de conductor y, con mucho cuidado deja al perro anciano en el asiento. Nos ha quedado claro que, aunque quisiera, no puede saltar desde ahí. De hecho ya no se puede mover. Ha sido un gran esfuerzo. Los dos viejitos ya están acostados en la parte de atrás. El hombre recoge y vacía los platos y vuelve a poner todo en la cajuela.
Yo traigo una bolsa con unas galletas de premio para nuestro perro. También le conseguí un cepillo de dientes y una pasta que sabe a crema de cacahuate.
Mi última imagen de la manada de viejitos: el señor sonriente conduciendo la camioneta y el perrito anciano sobre sus piernas, disfrutando la brisa. El hombre voltea a verme, porque claramente los he estado viendo sin consideración todo este tiempo y me dice “¡Muy buen día!”.
Manejo a casa pensando en lo que acabo de presenciar. Nuestro perro me recibe agitando su cola con tanta fuerza que se le mueve todo el cuerpo. Ese perro aún es joven. Amamos a ese perro, que solamente hemos conocido joven.
Lo abrazo con fuerza y no lo comprende. Se libera de mis brazos porque quiere jugar y andar de un lado a otro. Le damos sus croquetas nuevas y le gustan.
El resto del día pienso en la mortalidad de ese perro y, después, en la mía y la de mis seres queridos. Después pienso en la de todos los demás y, después, pienso en el fin del mundo. Me entristece.
Volteo a ver al perro, a ese perro que está junto a mis pies, moviendo las orejas cuando escucha cualquier cosa, curioso de cualquier cambio de luz y del más tenue aroma.
Ese perro esta aquí. Está aquí y ahora. Y cuando hago el intento de hacer lo mismo, la tristeza se va.
Escritor e Ilustrador mexicano. Apasionado del arte y el psicoanálisis, es el Director y Editor general de Pluma Forte.
Ha colaborado en medios impresos como Consultoría (CNEC), Fortune, Expansión (RevistaObras), así como radio y televisión en Grupo Fórmula. Fue locutor titular de «Culto a la Cultura» (ADR Networks). Está certificado como Health & Wellness Coach (AFPA) y tiene un proyecto de consultoría en salud y bienestar.
Por su trabajo como ilustrador, fue incluído en el libro «Pictoria Vol.3: The Best Contemporary Illustrators Worldwide» (Capsules, 2019), trabaja de manera continua en su obra creativa y actualmente prepara su primer libro, una colección de cuentos.