¿Qué Es Un Bardo?

“Bardo: Falsa Crónica de Unas Cuantas Verdades”

Al terminar de ver “Bardo: Falsa Crónica de Unas Cuantas Verdades”, aún había mucho por asimilar. Es una alberca de ideas y conceptos dispuestos en una narración atemporal, que requiere de un trabajo activo por parte de un público cada vez menos acostumbrado a la posibilidad de su papel como intérprete. A pesar de que Bardo no es una película cuyos significados son inmediatamente evidentes, me fue fácil llegar a una conclusión: esta película era necesaria…para su director.

 

Alejandro G. Iñárritu optó por emplear el cine a modo de espejo mágico, como lo han hecho otros grandes del cine como Varda, Fellini, Truffaut, Woody Allen y el propio Alfonso Cuarón. Si bien esta práctica cobra interés público cuando lo hacen los grandes artistas, hay que comprender que esto es, en verdad, lo que hace todo artista: emplea su obra para comprenderse a sí mismo como la síntesis de su propia creación y destrucción. En esta película, G. Iñárritu ha apostado por la suspensión del tiempo, el encuadre experimental, el absurdo como elemento narrativo y la representación simbólica autosuficiente—pues rara vez se apoya de un lenguaje cinematográfico tradicional—para construir un espejo de identidad.

 

Me parece que González Iñárritu ha hecho una película tan personal, que tiene el potencial de ser universal. Bardo se parece a todos nosotros, o por lo menos a nuestras vidas, pues ¿no es cierto que nuestra vida, sobre todo la vida mexicana, está poblada de momentos imposibles de comprender por la razón?¿No es cierto que, al visitar algunas memorias, las descubrimos ridículas y fragmentadas?¿Acaso no es común que los dolores se queden por años dentro de nosotros, simulando su extravío, para después ser descubiertos en momentos insospechados? Para mí, eso es el valor de la película: la desnudez con la que se presentan sus ideas.

 

Si bien la película cuenta con el uso constante de símbolos y metáforas de diversos tipos, me ha llamado una atención prioritaria su título. Lo de “falsa crónica de unas cuantas verdades”, es un recurso simpático que le gusta a G. Iñárritu para ensalsar sus películas, pero lo que me interesa es “bardo”, esa palabrita que tiene un significado muy conocido que hace sentido con la obra, pero que tiene otro, poco conocido, que revela varios niveles secretos de profundidad.

 

Para este texto, entonces, propongo cinco temas que constituyen tan solo una pequeña porción de “Bardo: Falsa Crónica de Unas Cuantas Verdades”, con el fin de definir y ejemplificar el concepto del bardo, a mi parecer, increíblemente interesante. Por supuesto—y no es mi intención—este artículo no pretende ser un diccionario interpretativo para comprender la película, sino que es una exposición de aquellos elementos que me parecieron interesantes y que me he dado a la tarea de vincular con definiciones, coincidencias e interpretaciones personales.

 

No está demás recomendar al lector abstenerse de leer este artículo antes de ver la película. También recomiendo no acudir a estas interpretaciones inmediatamente después de salir de la sala de cine o, a partir de su estreno en Netflix, tan pronto aparezcan los créditos. Al contrario: me parece que esta película es de aquellas que nos invitan a explorar nuestras interpretaciones personales, algunas de las cuales estoy a punto de compartir con ustedes.

 

¿Qué es un bardo?

El bardo es un personaje común de la antigüedad que recogía la tradición histórica de su mundo y transmitía, a través de versos, poemas y cantos, los mitos, leyendas e historias que conformaban la identidad de su pueblo. El bardo, originalmente de origen celta, era quien preservaba la tradición oral. Es el precursor inmediato, siempre controversial, del historiador.

 

Homero, por ejemplo, es uno de los grandes bardos, aunque en el mundo griego son más bien llamados aedos. Como guardianes de la tradición, los aedos son una figura común e importante en la antigüedad (el mismo Homero habla en La Odisea de otros bardos, como Demódoco y Femio). De hecho, en la historiografía de la antigüedad griega se discute si al hablar de Homero hablamos de un solo aedo o si la palabra homero (a partir del griego ‘o mè oreón’, “el que no ve”), se refiere a una suerte de estereotipo con el que se identificaba a los aedas: rapsodas ciegos y/o desfigurados que cantaban los poemas épicos de los héroes, abriendo la posibilidad de que “homero” y por tanto sus obras, sean la herencia colectiva de los bardos de la antigüedad griega.

 

El concepto del bardo o aedo no se refiere al poeta creador, sino al mensajero de los dioses, que repite la voluntad y sus efectos sobre el mundo en la tradición oral y que solamente coquetea con lo creativo al añadir a la tradición pero nunca sustituye los cimientos de su historia. El bardo es el cronista, “la manifestación artística de la memoria colectiva” (Pérez, 2012), preservada a través de la poesía, que a su vez, y a falta de interés por un método interesado en el rigor de los acontecimientos, deforma el hecho histórico con subjetividades y lo constituye como una forma narrativa más longeva. Transforma el hecho histórico (mortal) en el hecho legendario-mitológico (inmortal).

 

Con el tiempo, la palabra bardo ha ido perdiendo su significado original. William Shakespeare, “El Bardo de Avon” o simplemente “El Bardo” es llamado así por el hecho de haber sido un poeta, aunque todos sabemos que fue mucho más que eso. A principios del siglo XVII, se le comenzó a llamar bardos a los poetas en Gran Bretaña y, con el tiempo, Shakespeare fue llamado “El Bardo”, coronado en su singularidad como el más grande de todos.

Sin embargo, existe otra definición para la palabra bardo, que se emplea en la tradición budista tibetana y ha llegado a la traducción occidental con dicho nombre. El bardo budista, no es una persona sino un estado o concepto. En sánscrito, este concepto es llamado antarabhāva, y se refiere a un estado de transición, una frontera entre la ignorancia y la obtención del conocimiento, entre el sueño y el despertar, entre la destrucción y la creación. Se trata de una frontera mental, un espacio no tangible pero experimentable a través de la meditación y el trabajo del alma.

 

  • En la tradición tibetana, se habla de seis antarabhāva o bardos:
  • El bardo del nacimiento
  • El bardo de los sueños
  • El bardo del samadhi (fundirse con el universo en un estado de absoluta concentración)
  • El bardo del momento previo a la muerte
  • El bardo del dhármatâ (la escencia de las cosas como son)
  • El bardo del devenir

 

El verso del “bardo de los sueños” recita, por ejemplo :

 

Ahora que el bardo de los sueños despunta sobre mí,
abandonaré el sueño, semejante a una muerte, de ignorancia y desidia,
y haré que cobren sin distracción mis pensamientos su natural estado: dominando los sueños, transformándolos, en luminosidad, no dormiré como los animales, sino unificaré completamente el dormir y la práctica.

 

Si ponemos atención, la enumeración de los bardos tibetanos se parece mucho a la estructura aparentemente desarticulada de la película. Con distintos protagonismos y fuerzas, estos estados transitorios son representados—me atrevo a decir “con claridad”— por G. Iñárritu en Bardo. Esta definición justifica por qué la película fue anunciada como “la experiencia de un estado mental” y por qué se siente como un sueño-pesadilla que toma lugar dentro de la frontera de las ideas y los conceptos. Por esto mismo no estoy de acuerdo en que la película se auto-proclame “onírica”. El bardo no se encuentra en el territorio de los sueños, sino en un terreno más profundo y misterioso.

 

El bardo es el estado mental desde el que podemos perforar el velo que nos separa de la realidad de las cosas tal y como son. Es un sitio liminal (léase sobre ello más adelante), que existe en la mente pero simultáneamente está entretejido con la realidad. El bardo es la frontera, conceptualmente imposible de definir— pues ¿qué grosor tiene una linea divisoria?— con el otro lado, el sitio donde estamos después de salir y antes de llegar. Es el espacio donde el todo y la nada se funden.

 

Se me ocurrió una representación: si recordamos el símbolo del yin-yang (taijitu), notamos con claridad que existe un cuerpo oscuro y otro blanco (con sus respectivos puntos opuestos dentro de cada cuerpo). En este símbolo existe una división entre un cuerpo y otro, pero no existe una línea ¿o sí? Si la hay, ¿a qué cuerpo pertenece?. Para mí, esto es un bardo: esa división entre una cosa y otra que las divide pero que no pertenece a ninguna de las dos.

El taijitu representa el principio del equilibrio universal.

 

A mi parecer, G. Iñárritu se vale de este concepto para hablar sobre su vida y sobre ser mexicano simultáneamente. En tanto que artista, habla sobre sí mismo y, en tanto que mexicano, habla sobre la experiencia de sí mismo como mexicano. El mexicano a través de la vida y la vida a través del mexicano. Pero en vez de dirigir la mirada del espectador hacia afuera, donde aparentemente habitan los mexicanos, la dirige hacia adentro, donde habitamos verdaderamente: entre sueños y pesadillas, rozando en ocasiones con el siempre deseado despertar, conscientes de que al abrir los ojos nos encontraremos con ese algo revelador que termine con nuestros males y cumpla nuestros deseos.

 

“…la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la sustancia real de esa pesadilla. O dicho de otro modo: transfigurar la pesadilla en visión, liberarnos, así sea por un instante, de la realidad disforme por medio de la creación.” (Octavio Paz, 1950)

 

En suma, “Bardo: Falsa Crónica de Unas Cuantas Verdades”, es la narración de la vida de un bardo (el artista) a través de su propia poesía, que toma lugar dentro de un bardo y, por lo tanto, no puede obedecer las nociones de tiempo y espacio, las reglas de la naturaleza y el orden de las ideas racionales. Es fascinante que, justo en ese espacio, tan difícil de comprender en un principio, se puede hablar sobre el mexicano con mucha claridad.

 

Un Derrame De Tiempo

 

Hacia el final de la película, nos es revelado que todo lo que hemos visto han sido las alucinaciones y visiones de Silverio Gama, el protagonista, que ha caído en coma. Es muy interesante el diagnóstico del médico, quien le comunica a la familia de Silverio que ha tenido “un derrame de lóbulo temporal”. Esta región del cerebro es la que está encargada de procesar e integrar los recuerdos. Anteriormente hemos escuchado a Silverio hablar sobre la brevedad de la vida o, más bien, sobre su velocidad. Le parece que la vida es tan rápida que más bien parece una convulsión. La película desobedece las reglas del montaje cinematográfico, que da la sensación de linealidad, con el fin de retratar el tiempo psicológico y emocional, ese tiempo que sentimos siempre líquido y que es siempre subjetivo y confuso.

 

A Silverio, como ha todos, se le va el tiempo. Se le escapa y lo devora. La arena del reloj y el agua del río eterno han inundado su casa, se ha accidentado en aquél tren del tiempo, que parece llevarlo al final de su vida como si tuviese prisa. Para entrar al espacio donde el tiempo no existe, éste debe dejar de existir, entonces lo agota. Ahí, más allá de la violencia de los segundos, se encontrará con dioses, personajes mitológicos, con los muertos y con él mismo.

 

“…y donde habíamos pensado que estaríamos solos, estaremos con el mundo” (Joseph Campbell, 1949)

 

El Desierto Liminal

 

En los últimos años, el internet se ha encargado de darle una definición diferente al concepto de “liminalidad”. Ejemplos como centros comerciales abandonados o pasillos corporativos vacíos definen lo que hoy se comprende como “espacios liminales”. Sin embargo, la liminalidad—por cierto una de las traducciones de antarabhāva (el bardo budista)— se refiere a los espacios transitorios, reales o abstractos. Se refiere a no estar en ningún lugar sino al espacio entre los lugares. Gonzalez Iñarritu ha impregnado su obra con este concepto. Las almas de los moribundos en Biutiful (2010) son representadas como cuerpos que caen hacia arriba y que están ahí solo por un lapso, aparentemente doloroso. En su experiencia de realidad virtual “Carne y Arena: virtualmente presente, físicamente invisible”, Iñárritu nos transporta al desierto, en un sueño revelador en el que estamos y no estamos ahí simultáneamente. Al quitarse el equipo de realidad virtual, uno siente que “ha regresado” pero también se percata de que nunca estuvo allí, donde sea que estaba hace unos minutos. Ese es el interés de G. Iñárritu: sumergir al espectador en el estado mental intermedio, donde los símbolos cobran vida y fuerza, donde es más evidente su realidad.

 

Es claro que G. Iñarritu ha encontrado en el desierto una metáfora funcional para el espacio liminal. El desierto es ese espacio de éxodo “donde se va a enfrentarse a cuestiones relacionadas con la vida, la muerte, el espíritu, fácilmente eludidas entre las frenéticas costumbres urbanas…Uno puede adentrarse en el desierto tanto para perderse como para encontrarse”(Walker, 1985). El desierto es también un espacio de prueba y confirmación identitaria, en el que Jesucristo se somete a un retiro meditativo y vence las tentaciones diabólicas que pretenden desviarlo de su camino.

 

En el desierto liminal tenemos la oportunidad de encontrar respuestas insospechadas sobre nosotros mismos y el mundo: “De la misma forma en que en el desierto el agua duerme en el corazón de una planta, también existen fuentes de vitalidad ocultas en los espacios desiertos del alma” (Ondaatje, 1992). Rodeados por la infertilidad y la muerte, encontramos la semilla de la vida.

 

G. Iñárritu ve el desierto en el que caminan los migrantes como un espacio tan real como metafórico. Las caravanas de personas que han dejado atrás sus raíces para construir una vida en otro lugar están ahora en un ominoso espacio de transición. En lo que llegan, no son de aquí ni de allá; y cuando llegan, se percatan que no son de ninguno de los dos lugares. El corazón del inmigrante es un espacio liminal, una línea a la que se le han borrado el origen y el destino y se ha quedado como una linea no referenciada. En el caso del mexicano, esto no es exclusivo del migrante, sino de todos, pues no somos ni españoles ni indígenas. No nos queda claro cómo aceptar la identidad mestiza. Calculamos los porcentajes de nuestra herencia entre un mundo y otro porque la mezcla indígena-europea, una mezcla de violencias, no nos cobija ni nos consuela, sino que nos divide constantemente. Ahí, en la soledad desértica de no saber quienes somos, en la orfandad de orígenes y destinos, habitamos México y sus mexicanos.

 

Hacia el final de la película, Silverio Gama sale de su casa inundada de arena hacia el desierto que la ha rodeado todo el tiempo. Su hogar ha sido una burbuja dentro del espacio liminal desde que dejó su país de origen para vivir en Los Ángeles. A lo lejos caminan unos migrantes y, del lado de aquél grupo de desterrados, emerge el reflejo del mismísimo Silverio, sonriente. Nuestra verdad, nuestro reflejo, nos esperan en el límite de los mundos.

 

Bardo no es una historia, sino una deambulación. Es el viaje astral de un hombre, mexicano, hijo, esposo, padre y artista, con la complejidad de cada uno de estos papeles. La memoria fragmentada y no confiable de Silverio se tropieza con sus trampas y se pierde, para después encontrarse con su reflejo y comenzar de nuevo, acaso más sabio. El sueño comatoso de Silverio es su destrucción, quizá su deconstrucción, pero también su renacimiento. En eterno ciclo de creación y destrucción, el punto de contacto entre la boca y la cola de la serpiente que se devora a sí misma, tiene su incomprensible costura dentro del espacio liminal: el espejo, la delgada capa entre realidades recíprocamente desconocidas.

 

Un Huevo

 

Todos recordaremos que una vez vimos una película en la que un bebé era re-introducido al vientre de su madre. Sin duda, la muerte del segundo hijo de Silverio y Lucía es uno de los temas más importantes de la película y, por mucho, el más conmovedor. Perder a un hijo es uno de los dolores más profundos que un ser humano puede experimentar y, según los testimonios de personas que han sufrido este terrible golpe, la muerte del hijo, sobre todo si se trata de un bebé, es apenas el principio de una negociación emocional muy complicada. “Me va a comer viva… y a ti también”, le responde Lucía a Silverio mientras salen del hospital, arrastrando el cordón umbilical de su hijo difunto. La negación de la muerte del hijo en este momento es la confirmación de que, al nacer, no solamente nace una criatura de carne y hueso, sino también un conjunto de ideas y expectativas. El cuerpo del bebé ha muerto, pero la idea del hijo aún vive ahí, donde lo depositaron, dentro del cuerpo de su madre, sorprendiendo al padre cuando este desnuda a su esposa y besa la puerta del mundo. Cuando Silverio se acerca a la vagina, el portal entre el no-nacer y el nacimiento, se aparece la idea que interrumpe el acto de amor creador.

 

Esta dinámica me parece sumamente conmovedora, pues trata de cómo los padres son el alimento y la fuerza vital de la idea del hijo. La idea del niño está viva mientras sus padres la mantengan viva, todo a costa de la muerte de sus momentos creadores. Con esto, cobra un significado más fuerte aquello de que “los comerá vivos”.

 

En algún momento de la película, se nos revela que las cenizas de aquél bebé se encuentran en una urna en forma de huevo, que Lucía y Silverio colocan junto a la cama. Me interesa mucho que sea un huevo.

 

El huevo primigenio, de donde nace el mundo, contemplado como el punto de partida de la existencia, es un símbolo presente en diversas culturas. La apertura del huevo cósmico es el despliegue del todo, preconcebido por un orden mágico y misterioso: “… es el símbolo de un todo encerrado en una máscara, de una creación planeada desde el comienzo” (Biederman, 1989).

 

De la misma manera, el huevo donde han depositado los restos del bebé es el huevo que contiene el mundo que éste simbolizaba. Un hijo no solamente configura el mundo, sino también lo reemplaza. Un hijo transforma a sus procreadores en padres, a la pareja en familia y se transforma a sí mismo como hijo simplemente por nacer. Un bebé es un mundo nuevo en sí mismo y no tiene que ser el primogénito para renovar el mundo de sus padres. Silverio y Lucía han perdido un hijo, han mantenido viva su idea y la han guardado en un huevo. El contenido del huevo, la idea del niño, se encuentra en un espacio de transición, y en ese lugar el tiempo no existe, agotando los preciados minutos del lugar donde corre incesantemente: la realidad.

 

La familia Gama deposita los restos del bebé en la playa, convergencia entre el cielo, el mar y la tierra, entre lo consciente e inconsciente, otro espacio liminal. Esta procesión tiene que hacerse necesariamente en este lugar, porque solamente ahí, dentro del límite de las cosas, se puede liberar a una idea. Por ello el bebé, diminuto y tranquilo, nadará sin esfuerzo alguno hacia la inmensidad del océano del universo.

 

Lucía liberará lagrimas junto con los últimos gramos de ceniza que contiene la urna, ahora abierta. Aquel huevo, del que idealmente brotaría la renovación del mundo, contenía polvo, muerte y, por lo tanto, dolor. En este espacio, límite entre mundos, con el amor y comprensión hacia un dolor antiguo, la familia Gama dejará ir, por fin, una idea.

 

¿Dónde está el bardo?

 

Precisamente hablando de ideas, Octavio Paz escribe:

 

“Nosotros (los mexicanos)…luchamos con entidades imaginarias, vestigios del pasado o fantasmas engendrados por nosotros mismos. Esos fantasmas y vestigios son reales, al menos para nosotros. Su realidad es de un orden sutil y atroz, porque es una realidad fantasmagórica. Son intocables e invencibles, ya que no están fuera de nosotros, sino en nosotros mismos.” (1950)

 

En Bardo, contrario a lo que parece, Silverio Gama no es el protagonista. Tampoco lo es Alejandro González Iñárritu disfrazado de Daniel Giménez Cacho (¿o es al revés?). Las protagonistas son las ideas, con sus máscaras simbólicas y sus velos seductores.

 

Justamente porque, para los mexicanos, aquellas entidades imaginarias son reales, es ahí, en el límite de la realidad y la fantasía, donde habitan aquellas cosas que tenemos que enfrentar para encontrarnos a nosotros mismos. Enfrentar no comprendido únicamente como luchar, sino también como entablar una conversación y también como ejercer el silencio humilde frente a un símbolo revelador.

 

“Bardo: Falsa Crónica de Unas Cuantas Verdades” pretende ser un bardo por sí misma. Aunque parezca que habla extensamente sobre ser mexicano (y mucho tiene de eso), habla más sobre misterio de esa cosa que hacemos todo el tiempo aunque parezca que no lo estemos haciendo: ser.

 

Ser no es una actividad estática, sino que la vida, a través del tiempo, nos mantiene en transiciones, pacíficas y violentas, cruzando fronteras de diferente orden y naturaleza, expulsándonos e introduciéndonos en situaciones reales y mundos mentales que se construyen entre sí, dando a luz a lo que comprendemos como la experiencia de nuestra vida.

 

La invitación de esta película es para las almas valientes: para entrar al bardo hay que cerrar los párpados, pero no los ojos. Esos ojos mágicos deben ver hacia adentro, donde encontraremos el espejo total, donde se ocultan las cosas que parecían inaccesibles al corazón. Ahí, entre delirios absurdos, narcisismos, egoísmos, amores, dolores, pasiones, embriaguez y soledad, encontraremos puertas hacia lugares vírgenes, donde habremos entrado a un nuevo momento de nuestras vidas, donde dejaremos de sentirnos solos, para estar con nosotros mismos y, entonces, con el resto del mundo.