Hay una hora en la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible, como una música. («El fin», Jorge Luis Borges)

I

        Estuvo perdido por días, caminando de noche, antes de llegar al inmueble que le dio asilo a su pesadilla. La ruta de robles le pareció interminable, las plantas de los pies reconocían un dolor que ya no podía controlarse con el autoengaño sino sangraba y menguaba la extensión de sus pasos. Guiándose por las estrellas y la corriente de un brazo de río, obstinado a sobrevivir aunque cansado de hacerlo, Julio salió de las sombras en malas condiciones, traumatizado como un animal salvaje al que someten por primera vez al cautiverio. 

      La caminata lo llevó a un lago, la orilla del lago lo condujo a una explanada de pastos altos, y los pastos lo acercaron a un pantano. Entró a las aguas estancadas de ese cuerpo insólito y cruzó nadando hasta dar con tierra, evitando quedar anclado en el fango y las raíces. Estaba decidido a seguir dirigiéndose hacia el sur, hacía la civilización, pero en el fondo entendía que el sur podía tratarse del norte a causa de la confusa noción de su curso. Del pantano, se reincorporó a los senderos que desembocaban en la primavera de una verde pradera. Divagó, al azote del sol, cambiando a ratos de rumbo, inseguro ante la imponente extensión del paisaje. Julio caía, se paraba y caía, y al cabo de varios colapsos, cayó desmayado contundentemente, durmiendo exiguo de calorías.

      Era la madrugada. El cambio de temperatura lo despertó desorientado; el aire húmedo de invierno, sin embargo por los días se respiraba un verano. Obstinado a morir lejos de esa uniforme pradera, Julio, más el animal que el humano, retomaría el movimiento instintivo hacía el azar de sus últimas posibilidades. Colina a colina, el tramo se multiplicaba en monumentales jardines de flores; tierra adentro, sobre el horizonte y a la contraluz de la distancia, episodio de lucidez o segundo de magia, la confusión no le impediría distinguir la silueta de una cabaña.

     Hasta tocar el cedro barnizado comprobó auténtico aquel acontecimiento improbable. Confirmando sus sospechas, la cabaña estaba deshabitada, para su sorpresa, los interiores ordenados e intactos; la distribución constaba de los siguientes espacios: un dormitorio con baño y una cama individual, un tapanco de buenas proporciones, una estancia central que ocupaba el resto de lo construido, amueblada con un escritorio, dos sillones de piel, roperos y anaqueles, aparadores de distintos diseños y distintas maderas, un librero y una chimenea metálica, semejante a un hornillo. 

     Descifrando el inmueble, a cada cajón, a cada puerta que Julio abría, se iban destapando buenas noticias. No entendía por qué, pero las casualidades lo favorecían sin ninguna explicación. Inmediatamente atendió sus heridas, un botiquín lo encontró a él antes de que se le ocurriese la idea; bebió agua fresca, toda la que quiso; prendió unas brasas utilizando un pedernal; se devoró tres latas de frijoles y hasta tuvo el placer de encontrar tabaco rubio y papel para liar sobre un taburete; descubrió comida y otros productos de la canasta básica de cualquier sobreviviente: arroz, verduras enlatadas y en vinagre, pastas, fruta deshidratada, frascos de avena, un costal de patatas, tabaco, galletas, café; en el ropero, calcetines, pantalones, botas y chamarras de su talla; por su seguridad, en un mueble semejante a un baúl, dos rifles de cerrojo y cientos de municiones, unos guantes, dos hachas, un cuchillo de caza.

    Esa noche y otras más, Julio se resguardó a recuperar energía dentro de la cálida cabaña; por primera vez en mucho tiempo se sentía acompañado, el sabor del café y el olor de las sábanas lo remontaban a la casa de sus difuntos abuelos, creyó haber visto esas cortinas antes, esos volúmenes de ficciones, proverbios y leyendas los había leído ya, los rifles, los acabados de las repisas, el ortodoxo trabajo de la caoba, le eran familiares. Reconocía la locura en su labor de mantenerse cuerdo. Y no le era fácil concentrarse en el objetivo ante aquellas condiciones. 

    Entre abstracciones inconclusas, recorriendo el espacio con la mente, Julio maquinó una escapatoria lógica de la comarca conformada praderas. Durante las noches, estudió los astros y sus patrones, el Cinturón de Orión, las fases lunares, y las constelaciones; de día, Julio observó el movimiento del sol en sus distintas posturas, atardecer y amanecer, despejando la incógnita de los cuatro puntos cardinales. Se había ubicado en el mapa.  

      Antes de emprender, ahora voluntariamente, su viaje por las praderas y las sombras de los bosques, trazó una línea recta sobre la imaginación de la periferia, apuntando hacia el sur; dentro de un costal empacó las provisiones restantes, dos garrafas de agua dulce y una decena de enlatados, el rifle de cerrojo lo llevaría cargado en sus manos. Sin tener fecha exacta del día de su partida, Julio nunca volteó a despedirse del inmueble. Se marchó determinado a nunca regresar, pero a siempre estar agradecido. 

II

    Incontables madrugadas de fogatas, cero provisiones y avances significativos. En las mañanas, el sol le mostraba la profundidad del camino; Julio avanzaba por la monotonía del terreno arbolado a buen ritmo, haciendo de cada paso un esfuerzo efectivo; recurrió al rifle para derribar liebres y venados, el cuchillo degollaba la agonía del animal asustado y lo fileteaba, el pedernal y la oferta de troncos preparaban un fuego para un consumo apropiado. 

     Kilómetros bosque adentro, Julio empezó a cojear, a sangrar deliberadamente, las heridas en los pies supuraban líquidos de infección, impidiéndole seguir moviéndose libre de dolor. La calentura lo hizo alucinar, soñaba despierto, tendido a lado del fuego a expensas del todo. Así, envuelto en un sueño frio y punzante, Julio anhelaba ansioso la transición a su muerte. La llovizna, antes de que se precipitara, se presentó en el aire como un olor húmedo y estimulante. Julio recobró el conocimiento gracias a las caricias de la brisa. Reptó, buscando protección de la lluvia, por la tierra que se transformaba en lodo a medida que la bruma se concentraba. La esperanza se evaporaba en el ambiente.

    A ciegas, Julio tanteaba el terreno que se iba revelando. Se movía temeroso entre los árboles que se interponían, imaginaba sonidos y voces, evadía los rostros demoniacos que vivían en el lienzo blanco de la neblina y también en su corazón. Fue una raíz, o pudo ser una piedra, pero Julio tropezó y cayó por un barranco, precipicio de dimensiones desconocidas, con un brutal más no fatal impacto sorpresa. Diluviaba con el ímpetu de una tormenta que presagia un cambio de época, a la deriva de un mundo de nadie; desorientado en el equilibrio de sus pasos, Julio detectó con sus manos el cemento de una construcción. Entró por la puerta principal a buscar refugio y a pedir ayuda. 

        La tormenta de esa noche se prolongaría días consecutivos. No cabía duda se trataba de una propiedad recién abandonada, la ausencia de polvo así lo comprobaba. A diferencia del otro inmueble, los techos eran bajos, interiores de distinto abanico de colores, sensación acogedora de los espacios reducidos bien aprovechados como una madriguera o una cueva. Husmeó en los cajones en busca respuestas; metódicamente, revisó cada una de las pertenencias del motín, entre las que encontró antibióticos y antisépticos, alimentos enlatados, vendas, pomadas, agua oxigenada, ropa limpia, parafernalia. Descansó y atendió sus heridas, sanó en reposo y té de jazmín; la chimenea, esta vez de una piedra caliza, emanaba un calor que reconfortaba sus huesos.   

     Cuando los alimentos se agotaron, las lluvias a su vez cesaron. Relativamente sanó los achaques que lo detenían. Recuperó el tono tradicional de su forma, la fortaleza vino al consumo de alimentos ricos en proteína. Rehabilitado, más viejo y sabio, Julio retomó la expedición hacía el sur, hacía el fin del valle y la montaña, la colina, la llanura, la duna de pasto, los paisajes infinitos, hacía el fin de esos vastos bosques como cuerpos de agua. Julio se adaptaba a diversos ecosistemas durante el trayecto: bosques templados de álamos, ardillas y castores, pantanos de cipreses, lagartos e insectos voladores, áreas de lluvia y otras de evaporación. 

   Creyó cruzar los terrenos que conceptualizan las faunas del hombre, los recónditos pormenores de la natura, la traducción imperfecta de una visión. Caminando, entendía su medio. En el pasado, el terror de caminar sin rumbo le enredaba los pasos, hiperventilaba, se tropezaba con la angustia y la duda de ejecutar el siguiente paso. Eran otros tiempos ahora; Julio caminaba constante y tranquilo, descansaba en campamentos provisionales hechos de fuego. Durante el día, Julio caminaba hacia el sur, a la extinción de la última llanura, como en una delicada marea de remolinos de viento. 

   Las temporadas se rotaban en los cielos y en los colores de la flora. Caída libre pero en horizontal, sus manos haciendo un fuego eran una forma de arte. Julio había dominado las técnicas de la madre tierra, el ingenio que requiere cazar pájaros y roedores, la pesca, la recolección, la botánica, el senderismo y la astronomía. Haciendo de la supervivencia una virtud y una ciencia, Julio ya no rogaba por la protección de subjetivas paredes, sino que insistía en autosostenerse con los recursos naturales de su nueva casa y dormitorio, ese mundo tan insólito y tan latente de mentira. 

  

III

     Como síntesis de los años que las palabras aproximan en nociones y en conceptos pero en nada se parecen, Julio se dirigió, vigorizado de una fe ciega, a los límites de lo que el sur le significaba: un sentido de vida. Bizarra coincidencia y sin embargo definitiva, los inmuebles siguieron apareciendo en diferentes gustos, formatos y dimensiones, estilos, maderas, materiales y distribuciones. Solía entrar por la puerta principal, dando por hecho que los interiores estarían en perfecto orden, deshabitados en su totalidad, e irrumpiría a deducir las tramas fragmentadas en la parafernalia de los cajones, las figuritas de porcelana en las repisas, los alimentos de las despensas, pistas y composiciones que, en un plano binocular, se escondían a simple vista.

     Pocas fueron las conclusiones derivadas de su observación, pero, aunque otros sentidos adquirieron la capacidad de merodear alguna respuesta lógica. En cada una de las casas, Julio halló una chimenea y una cama individual, té de jazmín, tabaco rubio, ropa de su talla, papel para liar; en todos los inmuebles predominaba aquel aroma celeste de un ancestro común, estela de olores oscilantes y familiares que dejan un rastro que perdura en la memoria porque es aroma. Se fijó en los pequeños detalles: huellas de zapato, el contorno de una taza sobre la mesa, migajas de comida en los pisos de la cocina, y residuos de fuego convertidos en ceniza. La teoría indicaba la existencia de un trotamundos en aprietos, de un explorador dirigiéndose hacia el sur, también procedente del norte.

    Julio avanzaba por el campo, colgado de la estela que dejaba el viajero avante. Se acercaba y podía respirarlo. No era una persecución como tal, ya que uno no sabía a quién perseguía y el otro ignoraba que lo estaban persiguiendo; Julio creería que los kilómetros lo separaban cuando realmente no se trataba de distancias, sino de un asunto en relación al tiempo. Para ambos, el sol daba el primer paso de cada día, orientándolos, coordinándolos a compaginar sus desplazamientos y sus quietudes, marcando el rumbo, la aceleración, la serenidad y la fatiga. Pareciera que eran de carrocerías similares, pues recorrían exactamente las mismas distancias durante el día, descansando al fuego nocturno en la arrulladora calma del Infinito.

  Al determinar que sus aspiraciones por alcanzar al sujeto se ahogaban en intentos estériles, Julio empezó a caminar con mayor ímpetu, a trotar al ritmo cardiaco de alguien que no piensa dejar de hacerlo.

   Se le atravesaría un obstáculo final, un masivo bosque de coníferas; a juzgar por la fresca impresión de las huellas en el lodo, el viajero debía estar a un rango incluso visible pues se escuchaba moviéndose entre los árboles. 

IV

    Una luz crepuscular se encarga de teñir de dorado los colores del recuerdo. El bosque queda atrás de Julio, se abre el paisaje y se muestra una última imagen. 

    Julio se encuentra en una pradera de pastos tan amplia como un valle; el viento, que lo ha acompañado desde lugares remotos, lo dirige hacia un mismo punto. No está solo, cientos de hombres caminan pasivamente sobre la pradera, se miran, gesticulan, interactúan con torpeza. ¡Están por todos lados!,y aun así, se modera un respetuoso silencio entre la muchedumbre. Si algo se escucha, son los murmullos tímidos de estas personas que hablan para sí mismos, entre dientes, en un inconsistente bailoteo.

   Julio camina, sin notarlo conscientemente se adapta al ritmo que gobierna el caminar de los demás. Choca de hombros con uno de ellos, Julio estudia las facciones de aquel hombre de complexión simétrica a la suya, las barbillas quedan exactamente a la misma altura, se analizan, se espejean, continúan… El flujo, como una osmosis, entretiene a Julio por una corriente en espiral. Observa y confirma que todos los hombres son uno mismo; el rostro, la barba, la nariz y la voz, la forma de mirar o la forma de estar ausente, la identidad del lenguaje corporal, los rasgos textuales. Desde el bosque siguen llegando hombres provenientes de las sombras, a destiempo, ordenados por una omnipresencia que los aísla separándolos; voluntariamente serpentean por la pradera, en fila india, uno detrás del otro.

    Julio se mueve, embelesado por esa magia que lo hace flotar en sus pasos. La masa, y él dentro de ella, marcha hacia el sur, donde a la lejanía se adivina una cortina de robles. Confundido, se concentra en las curvas y líneas que definen su rostro. Trata de hacer conciencia de su aspecto físico, y físico el aspecto de su conciencia, pero no puede ya. ¡Ha pasado mucho tiempo! 

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