“Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos.” – Jorge Luis Borges, There are more things.
Recordando la fecha, un tenue 20 de Marzo, hoy se cumplen treinta y tres años del día en que Witold recibió el llamado… Cielos sepias se despliegan sobre el recuerdo que cuento, cuando un pasajero de tren le regala a Witold un antiguo libro de pasta dura, semejante a una enciclopedia o a una antología de poética universal. Existen algunos ejemplares que no necesitan título o introducción y éste era uno de esos.
Witold, en ese entonces chaval, casi un niño, acepta el regalo de un sonriente anciano y lo guarda en su mochila, y consigo, del tiempo. El tren viaja por la pampa, pasan anocheceres y soles para que el libro anónimo sea redescubierto por un Witold más maduro, quien lee las páginas como si fueran tabletas de chocolate para su ansioso cerebro. La voz que le habla gana fuerza, se va nutriendo junto con Witold y Witold junto con ella, que son palabras. Después de dos lecturas a consciencia de un manuscrito sin nombre ni firma, pero sí con mucha persona, Witold nunca vuelve a ser el mismo. Queda profundamente inspirado y movido por esa energía, prestando atención a los detalles estéticos, a los mensajes secretos, a la música, al significado y al tempo.
Lo hecho, hecho está. Se leen incontables veces los melódicos párrafos que componen el manuscrito secreto de Witold, se estudian los capítulos con detalle, las comas, los adjetivos, los acentos y los pronombres, la ejecución de la puntuación y las pausas; se escriben diversos ensayos sobre la gramática escondida de sus párrafos invisibles, océanos entrelineas, analiza las posturas de las voces lúcidas que le hablan desde las páginas, las consciencias en tercer plano que lo acechan en los sueños, los diálogos que le interrumpen el café; se extraen versos que son convertidos en canciones, en odas al terciopelo, en breves discursos de gloria; se escuchan los coros que dan ritmo a las metáforas, la predisposición a palabras hermosas, a fragancias que perfuman el texto. Witold tarda una década en comprender una fracción del libro, y de una extraña prosa, con muchísimo esfuerzo y respeto, a imitarlo.
El primer libro oficialmente de Witold se llamó –Traducciones- (1962); una pequeña editorial argentina levantó la mano antes que todas las demás; se hicieron cinco ediciones, discutiéndose en muchas de las cafeterías de intelectuales del habla hispana. ¡Un éxito! Firmaba, para quienes puedan reconocer su nombre y su voz, con el pseudónimo de Antonio Valderrama. Witold, ese tímido joven introvertido, permaneció lejos del ojo público, alcohólico y anónimo, escribiendo creaciones propias a partir de la hermenéutica del texto secreto.
El siguiente libro del ya conocido Antonio Valderrama (Witold), salió a la venta con el nombre de –Demonios- (1967). La obra se hegemonizó en el mercado como un placer adquirido de los demagogos de la época, de los antropólogos más exquisitos, de los críticos con la última palabra. Demonios violaba a los lectores con cada conjugación de sonidos, reunía hermosísimos fragmentos del cielo, del mar y la tierra, jugaba con la literatura universal mientras hacía un recorrido por las cuatro dimensiones, ahondaba en la física, la muerte, el sexo y el grito. Witold, a través de una retórica sofisticada, como un revolver, buscaba plasmar ambiciosas sensaciones, explicar complejos fenómenos de la naturaleza humana, con palabras. El libro se publicó por cinco años consecutivos en la Argentina, Uruguay, Chile y Perú; no era lectura ligera, todo lo contrario, un estilo proteiforme daba sentido a las palabras que se acumulaban talentosamente en cientos de páginas. Dicho lo dicho, Demonios escandalizó y fascinó a las mentes más elevadas de la Hispanoamérica, vendió bien para las editoriales de nicho que la firmaron, hizo llorar a los lectores de filosofía e inclusive sensibilizó a muchos profesores de derecho.
Witold gozaba de regalías mensuales, claro está. A pesar de que la comunidad exigía un acercamiento del escritor con sus seguidores, centros de estudio y universidades, Antonio Valderrama nunca dio la cara a contestar entrevistas, mucho menos estuvo involucrado en escandalitos mediáticos de la farándula latinoamericana, visitas a ferias, propaganda, mesas redondas. Pasaron ocho años sin publicaciones del genio argentino. Witold ya no era mismo, tampoco Valderrama ni el libro pedrada que nadie vio venir. Se fue a Europa como una artimaña para escaparse de la multitud que lo buscaba. Absolutamente todos perdieron su pista.
Durante estos años, donde ni las editoriales podían encontrarlo, Witold leyó y leyó el libro causante de su destino improbable; se sentó miles horas en un escritorio a tratar de digerir los conceptos, de fotografiar la magia desnuda de esas palabras magnificas e irreverentes; intentó hacer lógico el hechizo que lo ponía a bailar en campos de flores; estudió la composición química de la tinta, la anatomía de la carátula y de la contraportada, el olor a viejo de una humedad de librero; ensayó el estilo cientos de veces en páginas que se iban a la basura con garabatos y sangre, pedazos de alma; perdió peso en depresiones y engordó decenas de libras en neuróticas ansiedades; inspeccionaba pasajes enteros tan sólo cerrando los ojos, memorizó cada línea, cada fragmento, cada vuelta y espiral. Como esas enfermedades degenerativas y crónicas, el libro secreto de Witold permanecía en una caja fuerte, lejos de él, seguro de cualquier desgracia, pero el facsímil del mismo vivía impreso en su memoria, acompañándolo en todo momento.
Nadie entendió su locura. Era un hombre solo, feliz, devoto a lo suyo, casi miserable, casi el rey del mundo. Se enamoró de mujeres que lo quisieron más de lo que pudieron aceptarlo, nunca lo comprendieron y eso carcomió el afecto entre ambos, condenándolo a una erudita soledad de escritorio. En 1973, Antonio Valderrama apareció de nuevo en los estantes de las librerías con un género breve, una composición sinfónica de rimas y leyendas dedicadas a dios y a la existencia. Su literatura brillaba como un vestido de lentejuelas en un auditorio de smokings, como alguien desnudo en medio de multitudes vestidas; Valderrama mezcló los colores primarios del abanico literario en las 123 páginas de la obra llamada “Imitaciones” (1973); mil quinientos ejemplares se imprimieron en Buenos Aires y se distribuyeron por Suramérica.
Los experimentalistas dirán que “Imitaciones”, considerada oficialmente como una antología de fragmentos poéticos, recurre a herramientas retóricas evolucionadas y diseños geométricos nunca antes imaginados, por lo que la obra es prácticamente perfecta. El tono tranquiliza a quien la lee, es fértil, ameno y grandilocuente; las voces, las perspectivas que nacen de personajes o narradores, galopan a través de glamurosos diálogos, dan carne y circunstancia a la vívida imagen de difusas figuras retóricas. Explicar el universo que planteó Imitaciones (1973) retó a los mejores críticos del momento, quienes hacían el ridículo cuando pretendían entender la magia detrás de la estrofa.
En 1978, Witold publicó su última aportación a la literatura: “Mi libro Secreto” (1978). Un poemario definitivo que resume su obra y su pensamiento, un ideograma, una imagen eterna, un suspiro. Se imprimieron doscientas copias bajo contrato con una editorial española; se sabe que la obra no salió a la venta, sino que fue entregada personalmente por el autor a sus feligreses, de casa en casa, de mano en mano. Los poemas de Valderrama sabían a realidades atrapadas, a una vida entera puesta en escena a través de palabras; cumplían distintas funciones, se bifurcaban en planos alternos al mismo significado, hacían el amor y cogían como degenerados, se abrazaban, gritaban de aquí a la luna y callaban. Se plasmaron serenatas en honor a su madre, cantos de cuna, claveles, lavanda y jazmín, criatura de luz que cruza el jardín; síntesis en su máxima expresión y en su máxima belleza, oraciones que invocan poderosas nociones.
Witold nunca más regresó a su tierra natal; sus libros vendieron, se comentaron, se analizaron y fueron olvidados por el público de lectores casuales. Tiempo después de su última publicación, Witold se instaló en Madrid, donde se sabe que continuó metódicamente su estudio del libro secreto, solo, acabado, trabajando de noche en un bar. No volvió a firmar contrato con editoriales, por lo que sus escritos se perdieron de la memoria colectiva. Hasta la fecha, “Mi libro secreto” (1978) debe estar considerado como uno de los libros más extravagantes y costosos que uno puede comprar, y, sin duda, un relámpago de emociones que entra por la mirada y se queda para siempre…
De los libros de este genio, únicamente sobreviven los que pertenecen a extraordinarios coleccionistas de arte, casas de estudio y universidades. También, existe la posibilidad de que uno que otro escritor posea uno de estos libros como fuente de conocimiento e inspiración, ventaja unánime del cáliz del don literario; estas rarezas sui generis pueden ser armas letales, obsesionar a un joven escritor a intentar alcanzar lo imposible: encontrar una explicación lógica a las casualidades. Directamente relacionado al secreto de Witold, los investigadores en letras iberoamericanas pagarían fortunas por el libro de pasta dura que le sirvió de guía para lograr estas invenciones.
Sus hijos, sus libros, caminan libres y encerrados por el mundo, agazapados en bibliotecas oscuras, esperando a ser leídos y cambiarle la vida a un sólo lector. Para eso están diseñados…

