Estimada Corina,
Disculpe que le escriba esta carta sin siquiera conocernos. Si mi nombre no le parece conocido, soy la hija de su vecina , Azucena Lombardo, del 106 a quien perdimos hace diez días. Se le dio aviso a todos los residentes de este edificio que se haría uso del elevador para bajar el cuerpo de mi mamá a la planta baja y, como seguramente lo sabe, fue este mismo día cuando el elevador quedó fuera de servicio.
Decirle que “perdimos” a mamá es algo que aún nos tiene, a mis hermanos y a mi, sumamente tristes y confundidos. En realidad no nos podemos explicar este evento ya que, aunque sabíamos que mamá no estaba enferma, no hemos recibido conclusiones satisfactorias de su autopsia.
Fue muy triste cuando el médico comprobó su fallecimiento. Ni un poquito de vida le quedaba a aquél cuerpo que parecía simplemente estar dormido, esperando despertar para vivir un día más de ver el canal De Película, escuchar a Paquita la del Barrio, o anotar en un diario (que apenas descubrimos) lo que había soñado. Preciosa letra que tenía mi mamá.
Mire, Corina, le escribo porque creemos que usted tiene que ver con todo esto. Bueno, no usted, sino su gatita. Sabemos que esto puede sonar a una locura, pero mis hermanos y yo creemos que vale la pena acercarnos a usted para calmar un poco nuestra inquietud y quizá para calmar la suya, pues sabemos que su gatita se perdió el mismo día que murió mamá. No solamente lo sabemos, sino que vimos cuando salió corriendo del edificio por la puerta principal.
Cierto día llevé a mi mamá a comprar ropa. Ya le hacían falta calcetines y suéteres para la temporada de frío. Cuando llegamos de regreso al edificio, mi mamá saludó agitando su mano a un gatito gris que vigilaba Avenida Coyoacán desde la ventana. Le pregunté si ese era el gatito de su vecina, la Señora Corina y me dijo “Algo así. Pero es gatita”. Me pareció extraño que me respondiera con una sonrisa pícara, como cuando un niño hace una travesura y se confiesa al mismo tiempo que oculta su fechoría.
Los últimos meses han sido realmente complicados para mis hermanos y para mí. Sebastián, comerciante, divorciado, pero siempre con novia nueva, vive en el Estado de México y viene poco a la ciudad; Camilo, el abogado, se la pasa viajando por su trabajo; yo tengo dos hijas en secundaria y un marido con dos empleos. Cuando papá murió (esto lo platicábamos ahora en el velorio), nuestras vidas eran distintas, aún nos iba bien a todos y los hijos aún eran niños. Era más fácil visitar a nuestra reciente viuda. Hubo ocasiones en las que fuimos todos a verla, hijos, nietos y hasta un bisnieto que nos tomó a todos por sorpresa.
Con el tiempo, y al sazón de las complicaciones de cada uno, le digo con mucha vergüenza que visitar a mamá llego a quedar en el olvido. Hubo días en que ninguno de los tres le marcamos. Me imagino a nuestra pobre mamá, sola, cocinando y comiendo esas increíbles sopas que nos tenía listas después de la escuela.
La última vez que visité a mamá fue hace un mes. Acababa de dejar a una de mis hijas, Lorena, en su clase de spinning, y descubrí que tenía dos horas disponibles para visitarla. Me abrió la puerta muy contenta y me recibió como si no hubieran pasado dos meses sin vernos. Lo que me llamó la atención, Corina, fue que su gatita estaba en la sala de mi mamá. Nos veía fijamente mientras intercambiábamos la plática más superficial de nuestras vidas. “Ayer nos fuimos a pasear ella y yo”, me dijo mi mamá mientras me servía un panqué y cafecito, “vieras qué bonito está el parque de aquí a la vuelta…”. El tiempo se escapó muy rápido y ya era hora de irme por Lorena. Me despedí y, cuando bajé, le pregunté al portero si mi mamá había estado saliendo. Usted no lo sabe pero, aunque mi mamá podía cuidarse sola (nunca nos duró más de tres días una enfermera que la ayudara), caminaba con dificultad después de un accidente que tuvo cuando vivíamos en Hermosillo. “No, señora. Por lo menos nunca la he visto salir durante mi turno, pero ni modo que salga de noche,¿verdad?”
Después de esa visita, solamente hablé con ella por teléfono unas tres veces más. Mis hermanos también la llamaron en estos días. Descubrimos que mamá había tenido la misma extraña conversación con los tres: decía que había estado saliendo a pasear con la gatita, que se quería ir de viaje y que mi papá había sido un cabrón.
Cuando mis hermanos eran aún niños, mi papá abandonó la casa. Nunca dejó de mandar dinero, pero se fue a vivir con otra señora. Tiempo después, cuando (creemos) ya no se entendió con ella, regresó a casa y me tuvieron a mí. Mis hermanos aún me molestan con que fui el “braguetazo reconciliador”. Aunque mis papás permanecieron juntos desde entonces, mi mamá nunca lo perdonó. Siempre que nos quedábamos solas me decía “nunca dependas de un hombre, sobre todo uno que creas que sea muy bueno”.
No te dejes engañar, corazón, por su querer, por su mentir…
Pocos días antes de que mamá muriera, los tres coincidimos al intentar llamarla, pero nadie contestó. Nos preocupamos mucho después de numerosos intentos y Sebastián (¿qué hacía por aquí?) fue a averiguar qué sucedía. Nos dijo que llamó a la puerta y que mamá no abría. Sebastián, ya desesperado, furioso con el portero que decía que no la había visto salir, estaba a punto de llamar a la policía cuando mi mamá abrió la puerta con la gatita entre brazos. “Nos fuimos de pachanga” le dijo. Sebastián estaba furioso y no volvió a hablar con mamá.
Camilo fue el único que habló con ella un día antes de su muerte. Esa noche nos habló para decirnos que era probable que mamá comenzara a presentar síntomas de demencia. Que le dijo que se había pasado la noche más divertida de su vida y que la gatita era la persona más interesante que había conocido. “La vida es muy corta, hijo, pero apenas vamos en la primera”.
No sé cómo contarle lo que sigue.
El día que murió mamá fui la primera en llegar. El portero me dio el pésame y me dijo “además creo que se escapó la gatita de Doña Corina. Yo había dejado la puerta abierta para los técnicos del teléfono y pasó corriendo aquí frente a mi y se escapó”. Me pareció increíblemente insensible de su parte darme una noticia tan irrelevante, pero cuando subí, lo pensé con mayor consideración.
Cuando entré al departamento de mamá no encontré a la gatita. Mis hermanos llegaron un poco después y, mientras se encargaron de recibir a las autoridades, al médico, a los de la funeraria y de poner en orden el papeleo, decidí buscarla, Corina. A usted y a la gata. Toqué a su puerta pero no había nadie. Le pregunté al portero si la había visto salir, pero me respondió que usted casi nunca salía sola. Que salía solamente cuando venía a visitarla su hija. “¡Se me están escapando las viejitas!” me dijo riéndose el portero antes de darse cuenta de que su chiste era de lo más inoportuno.
Le escribo confundida, Corina. Le escribo con certeza de lo que vimos pero con miles de dudas que nos asaltan cada vez que lo recordamos.
Cuando bajamos el cuerpo de mi mamá por el elevador, nos subimos tres personas vivas y una muerta. Habían metido a mi mamá en una de esas bolsas con cierre y la colocaron sobre una camilla. Recordé todas esas escenas que había visto en las películas, muy parecidas a aquel momento y ahí, encerrada con el cuerpo de mi madre y dos empleados de la funeraria, lloré.
El corto camino desde el primer piso hasta la planta baja se sintió como una eternidad. No fui la única que lo sintió así: noté como los de la funeraria se voltearon a ver confundidos. Pero, a pesar del largo tiempo que pasamos ahí, el elevador nunca dejo de moverse. Le diría que hasta sentí que íbamos demasiado rápido. Cuando el elevador llegó a la planta baja no abrieron las puertas y, después de escuchar un chirrido eléctrico, se fue la energía de todo el edificio. No pasaron ni diez segundos para que la electricidad llegara e iluminara el interior del elevador, pero las puertas no se abrieron. Entre mis hermanos y el portero, lograron abrir un poco la puerta, cuando escuchamos un sonido del interior de la bolsa.
Mis hermanos soltaron las puertas aterrados. Yo me quedé paralizada. Un bulto comenzó a moverse de un lado a otro dentro de la bolsa, a la altura del vientre de mi madre. Una especie de gemido escapó de su interior. Todos nos quedamos atónitos e inmóviles hasta que Sebastián gritó “¡Esta viva! ¡Ábranle la pinche bolsa!¡Se está ahogando! ¡Mamá!”
No pude moverme. Mientras el empleado de la funeraria abría la bolsa vi a lo lejos, al pie de la puerta principal del edificio, a su gatita, Corina. Esperaba sentada y nos observaba tranquila mientras rescatábamos a mi madre de la asfixia.
Al abrir la bolsa, de arriba hacia abajo, observé el rostro muerto de mi madre. Ahora era evidente y se veía rígida y pálida. Los de la funeraria voltearon a verme como buscando mi permiso para seguir abriendo la bolsa o , más bien, para escaparse de la horrorosa investigación . “¡Ábranla ya!” gritó Sebastián desesperado.
Corina, ¿cómo explicarlo? Al llegar a la mitad de la bolsa, una gata adulta gris saltó y escapó del elevador por el pequeño espacio entre las puertas que habían logrado abrir mis hermanos. Aterrada, presencié desde el fondo de aquél elevador una escena vertical en la que aquella gatita, se encontró con su similar y, como si lo hubiesen pactado tiempo atrás, cruzaron la puerta juntas y se fueron para siempre.

