Un hombre visualiza la ciudad de noche a través del rectángulo de la ventana mientras una potente lluvia azota la imagen y las circunstancias lo acorralan en una guarida semejante al nido de un pájaro o de una bestia que escribe. Los relámpagos iluminan la escena, estallidos sepia escanean cabalmente las cuadriculas de concreto y vidrio para terminar por reflejarse en algún rostro espectante al comportamiento del cielo. Existe una temperatura en el aire, una frecuencia que eriza la piel del sujeto, estelas de esencias que lo estimulan caninamente, que lo remontan a tormentas ecuatoriales pasadas, al café de su casa preparado por madre, a esos días en que no le importó mojarse y decidió quedarse afuera para tratar de entender el mundo.

Desde la ventana, percibe ambos sentidos de la avenida delimitados por un camellón de ahuehuetes y por el otro vector se observa a pie de nota la simetría de la misma cuadra: una línea de edificios idénticos al suyo y que inclusive contienen personas como él, usuarios del mismo destino habitando interiores análogos. Las siluetas de las sombras de sus vecinos lo observan de regreso, exactamente así, como un reflejo; sin certeza, identifica unas cabezas a la lejanía que le clavan los ojos en el tórax y esa intencionalidad impacta, rebota, eclipsa, se podría decir que somete al sujeto. 

A pesar de estos desvaríos involuntarios, su mente continúa digiriendo, procesando la escena tan habitual y excepcional como lo es la precipitación en Ciudad de México; se nota un vaho proveniente de las jardineras y cuyas partículas levitan de regreso a la atmósfera. Se atestigua una danza en la caída de la gota sobre las farolas eternamente prendidas en una noche finita; el golpeteo hipnótico de la tormenta y el aroma de valle húmedo penetran en su memoria con tal potencia que alcanza a dar con un niño jugando en recreo que respira el mismo aire: una historia detrás del olfato. Los rayos eléctricos destellan como negativos fotográficos revelándose al instante, como impactos de masa coronal al pudor de una luna en silencio, resonantes, ecos de recuerdos evanescentes. 

 El observante reposa en un horizonte que solo le pertenece a él, absorto, ignorando a los demás usuarios mirándolo mirar en su pedazo de calle. Se sustrae del paisaje, alcanza a pellizcar la estela de esa memoria fractal en el tiempo y contempla en su imaginación al niño explorando las barrancas del poniente en compañía de amigos que ya no están, al adolescente fumando con sus camaradas en el mismo bosque, a siestas de profundidades inauditas de las cuales no despertó siendo el mismo, de la casa de su familia en las colinas, al futbol en la lluvia, al beso, la llegada y el retorno, a un constante acertijo, a un amor incomprendido que quedó en el pasado y que definitivamente marcó.

 Cada respiración, así como cada imagen, es oxígeno para el sujeto en esta meditación cuyo ritmo transmuta frente a la ventana en una noche de llovizna constante, entre aires que lo remontan como una música a través del tiempo: para muchos un tablero para pensar, una escena repetida mil veces, los efectos del agua en la mente, el rayo como símbolo de lo efímero, crónica de una perspectiva cósmica aquí en la tierra, una nostalgia, una reacción química, un déjà vu.  

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